Samuel Rubio y sus trescientos
Grande fue la hazaña de Leónidas, el espartano, frente a los persas en las Termópilas. ¿Pero qué se puede decir de Samuel Rubio, que consiguió hacer cantar obras inmensas a trescientos jóvenes leoneses, en esta tierra de filisteos y bodoques musicales?
A ver quién supera eso. A ver quién supera su resistencia en la brecha, en el desfiladero de la cultura musical en nuestra tierra. Y más ahora, que treinta años después, ha conseguido reunir de nuevo a cientos de sus antiguos discípulos para cantar de nuevo, con voz o sin voz, pero siempre sin desmayo. Algunos cobardes, como el que suscribe estas letras, se retiraron a retaguardia, por invalidez o por miedo, pero no por eso renunciamos a nuestra bandera ni dimos la espalda a nuestro caudillo.
Cada cual se redima como pueda. Yo lo intento en estas líneas, boina en mano, justo antes de comérmela.
Cantad, musas, la cólera del pélida Aquiles, funesta, pero luego olvidad cualquier tristeza cantando con nosotros, que estuvimos en tantos y tantos lugares, levantando milagros a fuerza de ensayos, sin saber música, sin leer partituras, abarrotando escenarios, plateas, iglesias y teatros que ni olvidamos ni nos olvidan.
Cantad, musas, lo que os salga de los huevos, como nosotros cantamos lo que otros consideraban imposible para un grupo de aficionados. Bach, Händel, Pergolesi y Tomás Luis de Victoria. Mozart, Dvorak y Morales. Saint Saens, Juan del Enzina, Brtitten y Gregoriano. ¿Una ópera? Pues venga. ¿Cristobal Halffter? Pues también. Y Carmina Burana, que no se diga. ¿Alguno dijo miedo? Pues paga las cañas. Por apostar contra quien no debe.
El catálogo de Samuel no tenía fin. Su entusiasmo tampoco. Hay quien corta mimbres y hace un cesto, oye, y luego está Samuel Rubio que corta mimbres y hace una catedral. Con un par.
¿Cómo es posible que León tuviese un festival de órgano al que venían a tocar intérpretes que no conseguían contratar ni en Madrid? Porque nos sobra el dinero y somos así de chulos, como en Catar. ¡Venga ya!
Samuel Rubio obró el milagro, y el mismo leonés de la montaña –de una montaña a tomar por culo, por cierto–, hizo cantar música clásica a trescientos jóvenes que bien hubiésemos podido estar jugando al fútbol o al mus, pero estábamos con él con una partitura en la mano. A las tres de la tarde. Día tras día. Concierto tras concierto, con sus juergas, sus celebraciones, sus reproches y hasta sus amores de por medio.¿Quién puede decir que fue aquel un tiempo perdido? Ni Proust se atrevería a tanto.
Y treinta años después los reunió de nuevo para volver a cantar, consiguiendo el doble objetivo de poner dentro lo que está fuera y poner fuera lo que está adentro.
Ese dicen los viejos brujos que es el secreto de la magia.