Ya empecé uno de estos textos con el refrán chino –o japonés. Oriental. No me voy a poner a buscarlo. Igual es indio. ES DE ALGÚN SITIO. Ya está: seguro que así no me equivoco–, con la sentencia o proverbio Si quieres ser feliz una hora, emborráchate, si quieres ser feliz un día haz el amor, si quieres ser feliz diez años, cásate y si quieres ser feliz toda la vida, ten un jardín. También he leído la versión Si quieres ser feliz un día, haz el amor, si quieres ser feliz veinte años, cásate y si quieres ser feliz toda la vida ten un jardín. Los lapsos varían y he visto incluso la duración de la dicha del matrimonio reducida a un solo año y la picardía jibarizada a una hora. Mucho más razonable. La persistencia memorable de todas formas es la del puto jardín. Tanto de la borrachera, como del sexo y el matrimonio dan limitadas dimensiones –el tiempo es una dimensión–, una hora, un día, un año, diez, veinte... Pero no con el jardín. Tampoco detallan el tamaño. Ignoro si siguen vendiendo esos jardincitos zen, parecidos a cajas de caca de gato, también llenos de arena que solo contenían dos piedras y un rastrillo pequeño como un tenedor. Se supone que los tenían los yuppies –hostia, los yuppies, soy viejo como el rocío a la sombra de las pirámides– encima de la mesa del despacho para lidiar con el estrés de tomar cocaine decisions sobre –venga, sigamos caminando por la senda de la antigüedad– junk bonds. A lo que voy es que el juguete no deja de, en puridad, constituir un jardín, aunque dudo que les durase el cachondeo con él toda la vida. El mío sí posee las dimensiones para hacerme feliz hasta la tumba. De hecho creo que llegaré allí antes de acabar de cortar la hierba. Aunque, en realidad de lo que quería hablar es de cómo ha cambiado la elasticidad del tiempo o mi percepción de ello. Mi primer encuentro con la inmediatez cuántica, prácticamente simultánea, de los eventos, ocurrió con el video doméstico: avance que, cuando apareció me pareció lejano en la distancia al igual que la solidificación de la democracia o el matrimonio ese que salía arriba. Quiero decir que yo nací con televisión en casa, pero tardó mucho en llegar la de color y la maravilla del video –¡poner en la televisión cosas grabadas! ¡¡grabar lo que programaban y poder verlo OTRA VEZ!!– se suponía sería ya disfrutada por otras personas de civilizaciones futuras. Pues bien, no una hora, ni un día, pero sí sin necesidad de cambiar de década desembolsamos las ciento doce mil pesetas que valía el cacharro. Ahora vale menos. Oh, reflexioné, no todos los avances –esto era un avance– se producen a la misma velocidad. Quizá estaba equivocado. Quizá la superpoblación nos aniquile antes del lejano año 2000 de la ciencia ficción. Quizá la Unión Soviética y Estados Unidos empiecen a arrojarse bombas de hidrógeno esta tarde… Bueno, no todos los ejemplos son válidos, pero sí pasó con más acontecimientos, que se abalanzaron sobre nosotros con inmediatez tan rauda como no solicitada. El efecto invernadero. O el retorno de la canción ligera. Y del fascismo.