Pesadillas por Navidad

Una ilustración de una bandera rota de las del  'Ente autonómicpo'.

No sabía muy bien por qué se había despertado con intención de asearse bien y pronto. Y hasta tarareó como nunca durante la ducha aquella canción de Labordeta: “Habrá un día en que todos… veremos una tierra que diga libertad…”. Libertad que se había empezado a definir, alentar y a gozar en el reino de León, un pueblo con voz. En 1188 a lado del rey iniciaron ese rumbo.

El sol que entraba por la recién abierta ventana, recogida que fue la persiana, parecía dispuesto a dar color y a animar el día. Lo que le bullía en la mente, de momento era para uso propio y no tranquilizante. Decir que tomó un desayuno frugal era algo que ni él lo comprendía y mucho menos aún lo justificaba como ansia de partir. ¿Entonces?

Partir hacia dónde, se preguntó no bien hubo acabado la tostada que había cubierto de mermelada con dejadez pensativa. Pero ni el dulce le parecía dulce, ni el amargo de la naranja, el principal ingrediente, le solazaba como otras veces. Apuró el café y se dio por alimentado. Lo de nutrir era otra cosa. Los sentimientos que circulaban por sus neuronas, parecían contraponerse, de momento, a todo bienestar.

Tal vez por ello no se contestó, o puede que fuera retórica la pregunta, más bien duda que intención. Lo cierto es que con un  grado de automatismo se vistió. Un pantalón vaquero y un polo color púrpura leonés, fueron su principal atuendo. Así lo pensó en tanto se calzaba unos deportivos cómodos que solía llevar en excursiones al campo; ¡ah!, y un chaleco con bolsillo tras bolsillo, como ligero abrigo para el relente matutino; apenas si eran las ocho de la mañana y abril se empeñaba en alargar el frescor. 

No había quedado con nadie. Iba a ir solo, no lo necesitaba, pero sí el coche, de modo que bajó en el ascensor al parquin. —

— ¿Qué, Martín, vas a celebrar el san Villalar? – le dijo de pasada su vecino Luis, cuando se encontraron en la misma puerta del ascensor. 

— No le miró directamente, suponía que como siempre que se refería a la Comunidad al hablar con él, habría esbozado una sonrisa que, lejos de ser amable, sentaba al adversario como un dolor de muelas gestual e insidioso. Por ello le soltó:

— Ya quisieran tenerme allí, y más aún involucrado. Y prosiguió la marcha, no iba a dar explicación alguna.    

Al pronto no entró en el automóvil, se dirigió al maletero y comprobó con esperada satisfacción que albergaba un paño cuartelado bien plegado y en bolsa transparente. Tal vez visto esto, Luis se fabricaría la respuesta que no obtuvo. Era la bandera de la Comunidad autonómica. Cómo había llegado a este lugar había sido toda una odisea. Procedía del balcón de la Diputación. 

Próximo a ella, allá en el fondo, tenía un mástil telescópico recogido, su condición de plástico y elasticidad cimbreante siempre facilitaba el garboso ondular del paño… había quien decía trapo, al referirse a la autonómica, como la peor de las acepciones. Sabedor era que tal cita podía situar al oyente, en este caso lector, en la pista que iba a ser propicia para la bandera. Mas, ni uno ni otra, se correspondían, ni siquiera en uso para la ocasión… ahí lo dejo. Sencillamente había entre ambos una vecindad temporal. 

Por la carretera nacional Adanero a Gijón, puso su mejor interés conductor para ir hacia Valladolid. Más bien, digámoslo pronto, hacia la campa de Villalar, donde el recuerdo comunero no le decía nada, menos aún lo que allí acontecía, algo postizo acoplado a una fiesta de una Comunidad discutida siempre, cuando no rechazada, por los leoneses.

No había demasiada gente, grupitos aislados que la megafonía al uso pretendía estimular. Ver llegar hasta allí a un reconocido leonesista, no por personalidad destacada, sino por arraigo sentimental, como él, a buen seguro que se prestaría a todo tipo de comentarios. Entre los que de ninguna manera esperarían verlo allí, estaba Luis, el vecino, quien, ojo avizor en espera de ahuyentar a molestos personajes que se pudieran dirigir a su presi, presumía de voluntariado y lo suyo era el peloteo. Decir que su cara era imagen de pura intriga, hasta se quedaría en desvaída frase, mejor definirla como de marcado estupor. Esto le alegraba, y no estaba dispuesto a explicárselo… 

Acababa de colocar la señora Cirac, presidenta de las Cortes Autonómicas, alrededor del cuello del señor Herrera, el jefe del ejecutivo, un pañuelo lila castellano. La verdad el tema no requería demasiada destreza, si acaso una buena dosis de complacencia, y de eso a ambos les sobraba. 

Pero a Martín tal cosa le importa un bledo, ni era su color, ni el gesto le hacía gracia alguna. Paso de largo, ante el estupor de Luis, que absorto le seguía con la mirada, era a otro personaje a quien quería ver, al zamorano Demetrio Madrid, expresidente dimisionario por imperativo de Guerra, que no dejaba de ir, invitado y feliz, a los circos camperos que en aquellos lares se empeñaban en celebrar. 

Venía Demetrio, si no en la comitiva, sí unos cuantos pasos atrás, creyendo haber marcado un destino, cuando lo suyo, en el ente, fue un desencuentro entre socialistas, o dedazo acusador de un todopoderoso, ya citado, Alfonso Guerra. Martín creyó llegado el momento de finalizar su faena. Ése era su objetivo y no otro, lo que allí en aquella campa acontecía ni le gustaba ni jamás le motivaría.

No le importaba el grado de castellanización que tuviera asumido, lo que no le perdonaba es que, obediente hasta cierto grado, conminara al señor Cabezas presidente de la Diputación a que colocara la bandera autonómica. Un ejemplar cuartelado que por valija le había mandado para emplazarlo en el gran balcón provincial del palacio de los Guzmanes. Claro que, Cabezas, al decir de los compañeros era corto en sentimiento leonés y largo en temeroso partidismo.  

— Ahí te mando la enseña autonómica que tienes que colgar. ¡¡Ya!! En el balcón principal, compañero Cabezas, le soltó por teléfono, no hay más demora…  

Estaba Martín en otra dimensión, en tanto abordaba calmoso el tema que hasta aquí le había traído. De una ligera mochila que portaba al hombro tomó la bandera que se había propuesto devolver a Demetrio. Quien, perplejo, al ver ante sí la enseña, dudó en tender la mano para recogerla. Por supuesto que no podía saber en aquel momento cuál era la intencionalidad del ofrecimiento. Mas, como no había brusquedad en la presentación del “regalo”, lo encajó bien y la tomó, su vacilación posterior fue lógica al escuchar: 

-Tenga usted Demetrio la bandera que nunca debió haber hecho colocar en los dominios provinciales leoneses… Ni por propia iniciativa, ni por mal entendido compromiso autonómico. No de palabra, sí mediante rotunda expresión gestual le estaba diciendo Martín: ¡¡¡No es leonesa!!!

Lo hacía, sin aparente desdén, pero como muestra de pleno rechazo.

No le explicó –¡Para qué!–, cómo había llegado a sus manos esa bandera que, curiosamente, cayó sobre él cuando aquel joven que escaló para retirarla del balcón de la Diputación, se le escapó de entre las manos. En modo alguno fue un rescate, sencillamente la retuvo. El aguerrido trepador, había estado en la quema de una 'falla-castillo' ante las narices de los procuradores autonómicos en la plaza de San Marcos. 

Tal peripecia, la del recalado de la bandera aquí evocada como una fugaz secuencia, parcialmente formó parte de los compases finales de un improvisado desfile reivindicativo de UPL, cerrando por propia voluntad así su intervención en el “discurso institucional” que la Junta autonómica nos incrustó en 1996 en San Marcos. Por otra parte, no sin clara protesta ciudadana, también allí manifestada.

Es evidente que los sueños pueden hasta dulcificar situaciones. A veces por confusión de imágenes, niebla y pasado aunados en extraña mezcolanza, pero cuando la lente, bien enfocada, los muestra cual deseos, pueden ser tan nítidos, que perduran un tiempo como verdaderos.  

Éstos, aquí desgranados, fueron fruto de la resaca del exceso de peladillas por Navidad. Una 's' bien colocada para componer un dulce navideño que, bola a bola, a veces resulta un buen inductor onírico.

¡¡¡Feliz Navidad 2022!!!

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