Memorias de la montaña (VI): el agua
La presencia del agua en todas sus formas y matices es algo tan inherente a la vida en la montaña leonesa como los lobos u osos que recorren sus grandes bosques. Ya el propio origen del nombre de Boñar, balneare o lugar de baños, indica la importancia que ha tenido el agua desde el principio de los tiempos, cuando podemos imaginar a un grupo de nómadas decidiendo asentarse al abrigo de estas fértiles tierras bañadas por ríos y riachuelos. Ríos como el Porma, principal artería acuosa del valle y cuyo origen etimológico tampoco disimula su naturaleza: ‘fuente de, o agua que mana borbotando’.
El agua ha forjado la memoria de esta tierra desde siempre, desde sus caldas fundacionales hasta las incontables fuentes que brotan en distintos puntos de la villa, desde el Arbejal que parte en dos la arquitectura de sus calles hasta la antigua presa, la presona, que flanqueaba caudalosa y vibrante la calle principal hasta hace apenas 30 años. Esa presa era casi lo primero que veía el forastero al entrar en la villa, una hermosa y distintiva marca de identidad que la distanciaba del resto de pueblos y lugares; un cauce de agua urbano cruzado por puentes que habilitaban la entrada a casas y bares; un murmullo liquido que regaba todas las huertas que encontraba a su paso y que era irremediablemente el destino final de muchos chavales que acababan empapados al caer sobre su lecho entre juegos y peleas, o de otros tantos adultos que también caían en esa trampa húmeda al salir del bar o la discoteca confundidos por el vino y teniendo que encajar las risas de la cuadrilla.
Gracias al ingente trabajo de Lorenzo Calvo Población, recopilado en su blog ‘El espíritu de las aguas’, podemos repasar someramente algunas de las fuentes que brotan en la villa: el Cañín, la del Negrillón, la del Corcho, las Caldas, la Fuente de la Salud, la de la Corredera, la de la Tía Ursula, la de los Berros o la de ese lugar al que solíamos ir de excursión cuando éramos chavales, el Arbolín. Muy cerca del pueblo encontramos también lugares abrigados y regados por manantiales, como la Gorgorita en Oville o la de Valcabrero a los pies del pantano. Y un caso especialmente curioso en cuanto a la riqueza de sus aguas y fuentes es el de Voznuevo, cuyos vecinos presumen de ser conocidos como los chamargueros, debido al asentamiento de las casas del pueblo sobre chamargas o zonas inundadas.
Y donde había agua había molinos, ingenierías sencillas y eficaces que servían para domar los cauces y aprovechar su fuerza para moler unos cereales que, aunque ahora nos parezca extraño, todavía se cultivaron en estas tierras húmedas hasta mediados los años 70. Estaban el de Quicón o el de Benigno, cerca del Puente Viejo y al que muchos niños acudíamos de expedición para imaginar mil aventuras entre sus ya derruidas estructuras.
Antes de la construcción de la piscina se embalsaba el agua del Porma a su paso por el Soto para facilitar una zona de baño a la que acudían mozos y mozas para retozar y disfrutar de sus aguas frías como el hielo, capaces de resucitar a un santo. Y también en aquellos años las mujeres se acercaban a la orilla del río para hacer la colada entre charlas y trapos. Mientras, los chavales pescaban truchas a mano con paciencia y habilidades entrenadas, o cangrejos en la presa a su paso cerca del Matadero, o renacuajos y ranas en el Arbejal.
El agua lo era todo, era la fuente de vida para huertos, ganado y familias. Y eso que muchos de aquellos paisanos juraban no haber bebido un vaso de agua en su vida; el agua es para los peces, aseguraban delante de su enésimo vaso de vino del día. Aunque si hay una certeza que explica mejor que nada el milagro del agua en la montaña es ese chorro infinito que surge del caño de la Plaza, ajeno al cambio de estaciones y tejiendo los días uno a otro con su hilo transparente hasta escribir el paso tiempo. Mientras esa fuente siga manando agua la vida seguirá abriéndose paso en esta tierra.
👉 Continúa en la entrega VII: la orquesta