La conversación
¿Se acuerdan ustedes de lo de maláfora? Sí, hombre. Mezclar –mal– dos frases hechas: a río revuelto, puente de plata o está lloviendo la del pulpo. La palabra maláfora, ya lo conté, no está en el diccionario. Bien, buscando en la RAE alguna cosa tropecé con un formulario que animaba a sugerirles términos para la vigésimo cuarta edición de su diccionario. ¡Un formulario para sugerir palabras a la RAE! Imaginen mi excitación. ¡La oportunidad de colarme en su sistema como un artista hambriento en una inauguración con croquetas! Así que mecanografío lo de que incluyan el verbo maláfora antes de que les dé tiempo a decir error 404, pasan dos días y, naturalmente me olvido del asunto. ¡Entonces ellos cometen un gravísimo error! ¡Dan pábulo a mi proposición mandando esta respuesta automática!: “La propuesta o sugerencia que nos envía referente a una voz o acepción del Diccionario de la lengua española será estudiada y valorada para su posible inclusión en la vigésima cuarta edición. Le damos las gracias por escribirnos y aprovechamos la ocasión para hacerle llegar nuestra consideración más distinguida”. ¡Oh, Dios mío! ¡Valoraciones! ¡Consideraciones distinguidas! La cosa podía haber quedado ahí. Yo doy la pelma y ellos, caballerosamente, hacen que escuchan. Todos contentos. Pero no. Y no por culpa mía. Recibo a las pocas horas esta aclaración, supongo, asimismo automática: “Nos dirigimos a usted para comunicarle que la Real Academia Española a través del Diccionario de la lengua española (DLE) no promueve, ni censura voces y acepciones, sino que se limita a ser notaria de su uso. Es requisito fundamental para el mantenimiento y la inclusión de voces que corresponden a las distintas áreas y países de habla hispánica, que su empleo actual esté ampliamente documentado en textos extraídos preferentemente de los corpus de la RAE. Por tanto, para la incorporación o enmienda de una palabra o acepción al DLE es necesario testimoniar su uso según hemos relatado anteriormente. Si dispone de textos suficientes con los que podamos iniciar los trámites para posibles adiciones o enmiendas, puede mandarlos a través del formulario de la UNIDRAE que encontrará en la página web de la RAE. Con el testimonio de nuestra consideración más distinguida reciba un saludo muy cordial”. ¡Ja! Envalentonado por la circular y no percibiendo hartazgo ninguno por parte de la Academia me vengo arriba y contesto: “Estimados señores: Si el Diccionario de la lengua española (DLE) no promueve ni censura voces ni acepciones, ignoro por qué disponen ustedes un formulario –que ya rellené– para que sugiramos verbos las personas que no participamos de corpus ni somos Cebrián o Pérez-Reverte. El término maláfora que propongo está documentado en un no muy corpulento artículo mío, donde explico lo que es (incluyo enlace). No, no lo he hallado en más textos. Es un concepto que, sencillamente, en español no tiene nombre. Aunque sí en inglés: malaphor. No pienso rellenar más cuestionarios ni casillas para corregirles o llamar su atención. Después de sus papichulos, cederrones y muslámenes no haría otra cosa. Saludos cordialísimos”. La comunicación a partir de aquí cambia levemente de tono: “Le reiteramos que la Real Academia Española a través del Diccionario de la lengua española (DLE) no promueve, ni censura voces y acepciones, sino que se limita a ser notaria de su uso. Todas las lenguas tienen vacíos léxicos, significados que no tienen palabras, y este es uno de esos casos. Para poder describirlas las lenguas recurren a la perífrasis. No obstante, puede usted empezar a utilizar la palabra que ha inventado y promoverla. Cuando cuaje, esté extendida entre los hablantes del español y tenga suficientes testimonios escritos que avalen su uso, podrá incorporarse al DLE. Reciba un saludo muy cordial”. El reiteramos es la clave. La Real Academia Española ya me trata con la condescendencia debida a un Max Estrella subnormal o a un descalzo orate standard de abrigo con manchas de vino del que asoman papeles arrugados y que, lapicero en mano, da gritos por los parques en algún idioma ininteligible. Respondo, no faltaba más; previendo que puedan pedir una orden de alejamiento. Yo tengo mucho tiempo libre: “Estimados señores: No he inventado el término maláfora –mezcla de malapropismo y metáfora fue acuñado por Lawrence Harrison en el artículo del Washington Post del 6 de agosto de 1976 Searching for Malaphors–, sino que lo he importado y españolizado. Sí, pienso seguir utilizándolo y no, no estoy tan chalado como para creer que mi influencia sobre el idioma –que ustedes sí poseen con chundachundas y grafitis– conseguirá que lo promocionen en su arbitrario volumen. Muy atentos y muchísimas gracias, claro”. Sin contestación.