Monigotes

Un orangután observando un monigote de los santos inocentes.

Siempre me he sentido atraído por observar las innegables similitudes entre humanos y simios. Ni que decir tiene que, dadas nuestras latitudes, estas observaciones en vivo han sido esporádicas y en mi caso se reduce a unas tres o cuatro ocasiones. Sin embargo hay numerosos documentales, videos y fotografías que ilustran el tema a poco que se le preste un mínimo de atención. Según los científicos, el porcentaje de Ácido Desoxirribonucleico (ADN) –la herencia genética–, que nos separa de nuestros parientes más próximos, chimpancés y bonobos, oscila entre un uno y un dos por ciento.

La primera ocasión en que pude ver chimpancés, fue una explanada próxima al pabellón de los deportes de León, donde había asentado sus reales un circo. Por un módico precio se podía asistir a un recinto cerrado donde había varios animales en exposición, entre ellos una familia de tres simios, un padre, una madre y un hijo de corta edad, encerrada en una espaciosa jaula de altos barrotes, trataban en vano de abstraerse de la curiosidad de los bulliciosos visitantes. 

Con el fin de justificar el importe de la entrada, un componente del circo con rasgos centroeuropeos, amenazaba y golpeaba con una barra de hierro al cabeza de familia, al cual le faltaba un ojo, quizá fruto de una ‘caricia’ anterior. El macho, sintiéndose responsable de su gente se abalanzaba infructuosamente contra su agresor, mientras la hembra buscaba cobijo en el rincón más apartado de aquel hombre, cubría con su cuerpo a la criatura que buscaba amparo en su regazo sin que por ello fuera ajena a varios golpes que la obligaban a cambiar de lugar y mostrarse en movimiento. 

Quizá no muchas personas hayan observado este detalle que fácilmente se puede comprobar si se cotejan fotos de diversos ejemplares de esta especie. En estos tiempos de xenofobias, principalmente contra las personas de piel cargada de color, resulta que nuestros primos primates muestran modalidades de capa totalmente negra y otras donde conviven el negro melánico con áreas sin este tinte, que muestran una piel blanca como la de casi todos los que estén leyendo este artículo. Observen y verán. Sumen a ello que todos, sin remisión, portamos pecas y lunares e incluso personas hay con ‘antojos, reminiscencia de nuestro pasado simiesco y africano. Incluso los rubitos nórdicos tienen un mismo origen.

Otro rasgo muy a tener en cuenta es la expresión que tiene la mirada de los individuos de esta especie. Quien no encuentre en ella una expresión que raya lo humano, es que se siente muy influenciado por esa absurda creencia de que el hombre es el ser superior por haber sido creado a imagen y semejanza de Dios. Claro que bien mirado, con esta premisa, Dios tiene que tener forma de primate muy similar a un chimpancé o un gorila, lo que no parece muy coherente incluso para los que no somos muy religiosos. Hay un anuncio de un anís español muy conocido con tres rostros que no invitan a sumirse en profundidades antropológicas.

La evolución del hombre reconoce en el género Homo, reservado al hombre –chimpancés y bonobos pertenecen al género Pan, especies separadas por un río– y así se reconocen Homo sapiens, Homo neanderthalensis, Homo erectus, Homo antecesor, Homo habilis y un largo rosario más de componentes. De los dos primeros homínidos citados somos todos, sin excepción, y fruto de la promiscuidad, portadores de sus genes. Ahora se sabe con certeza que en Gibraltar desapareció la última población de Homo neanderthalensis en Europa y nosotros somos sus parciales herederos, aunque nuestra mayor carga genética sea de Homo sapiens.       

Pero la ‘castaña’ que surge entre religión y evolución guarda otras cargas de profundidad. Se sabe que los neandertales tenían lenguaje, quizá más rudimentario que el nuestro, quizá hacían fuego, pensamientos abstractos, utensilios, manifestaciones artísticas y, merced a huesos con fracturas muy graves consolidadas con el tiempo, se sabe que fueron cuidados por otros miembros del grupo hasta su ‘restablecimiento’. Y entonces la pregunta se antoja inevitable. ¿Estos homínidos primarios tendrían alma? Si fuera así habría dos especies humanas con alma. E incluso se puede decir más, si nuestros antepasados tenían una constitución que no diferiría grandemente de la de monos llamados inferiores, quiere decir que en el transcurso de la evolución un homínido se levantó un día sin alma y se acostó ese mismo día con ella.

Menos mal que estamos en tiempo de chanzas, porque de lo contrario este escrito parecería un panfleto subversivo que invita a reflexiones que pueden hacer aflorar los recovecos más tenebrosos e inquietantes de nuestra condición humana ¿O deberíamos decir simiesca? 

Tomás Juan Mata pertenece a Urbicum Flumen, la Asociación Iniciativa Vía de la Plata

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