El hombre blandengue
Mmmm... parece ser que la causa de que los discursos más radicales calen entre los más jóvenes se debe a su falta de madurez –la de los jóvenes–. Aquí –bueno, aquí y en todas partes; tampoco tengo tantas ideas– no hablo más que de un asunto: todo se trata de percepción. Todo el rato. Una célebre o celebrada encuesta revela que muchos hombres se consideran discriminados y lloran, lloran mucho, por no poder discriminar. Se sienten –todos estos verbos deberían ir en cursiva– amenazados por una amenaza y consideran que el feminismo es feminista, que la no marginación les margina y que la discriminación positiva es negativa. Nada tienen que ver con estos fantasmales peligros ni la edad ni la ignorancia –esto último igual un poco–, sino la estupidez. Hoy estoy especialmente batológico, redundante, pleonásmico, tautológico y perogrullesco: creo que la experiencia nos debería proporcionar experiencia y aprovechar la experiencia para poseer experiencia. Yo hice la mili. Doce meses. Hace muchos años, pero de aquella ya me parecía increíblemente anacrónica la mayor parte de la realidad. Llegué a ir a comprar tabaco para mi sargento primero. En serio. No me lo creía. La mayor parte del tiempo me parecía estar habitando una película de Juan de Orduña o José Luis Sáenz de Heredia. Nací cuando Franco no se había muerto. Cuando una mujer no podía abrirse una cuenta bancaria sin permiso de su marido. Ahora veo personas quejándose amargamente porque no les ríen las gracias sobre mariquitas; que les cancelan. No encarcelan, no. Dan ganas, ante estos perceptivos varones de utilizar la mano abierta y, dándoles una hostia, decirles aquello de Ahora vas a llorar por algo.