Uno no es nadie si no se inventa un síndrome o enfermedad mental de los nervios de la cabeza. Un tic patológico, según la maláfora de Feijóo. El que me he sacado hoy del bolsillo –interior– de la americana es EL SÍNDROME DEL PERSEGUIDOR. Trastorno que afecta al opinante, editorialista o caricato que jamás llega a describir –o alcanzar de alguna forma– la melonez del personaje que trata de escarnecer. El oficio del pitorreo es probablemente tan antiguo no ya como el lenguaje, sino como el intercambio de anhídrido carbónico con la atmósfera. Probablemente las amebas se descojonen unas de otras en su idioma unicelular. Esta tarea, que yo considero necesaria y terapéutica, resulta imposible si el espécimen objeto de crítica es, por motivos, inmune, superior o se encuentra por debajo de ella. Hay objetos que no son risibles y ya está. No puedes hacer mofa de un bebé que se mea encima porque… es un bebé. Y no puedes reírte de un anciano o un enfermo que se mea encima porque… serías un bellaco. Pero satirizar a un individuo –o individua– que lo merece, porque ha tenido todas las oportunidades para no ser un bobo, un ignorante o –Dios lo perdone– un político, es sano y bueno; debe hacer reflexionar al sujeto, obligarle a pensar en sus pecados y que perciba de alguna manera que su discurso es ridículo y sus palabras y acciones, mejorables. Bajarle de la grasienta cucaña a la que le encaramamos es útil para todos. Lo malo llega cuando tal empeño resulta imposible. ¡¿Cómo burlarse de alguien que dice en 2023 en Castilla y León que ha venido para –y que su oficio consiste en– liberar a España de las cadenas del comunismo?! Que lo dice en serio. Una persona adulta. Pues no se puede. Es como correr en sueños: te desesperas, pero no te mueves del sitio. Créanme. Sé de lo que hablo.

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