El dios de los domingos
Durante la semana trabajaba en una empresa de mantenimiento de fuentes ornamentales. Los domingos escribía. Escribía cuentos, cartas al director, diarios íntimos, listas de la compra, novelas cortas, poemas épicos, recetas de cocina, consejos sentimentales, hai-kús y obras de teatro, telenovelas, manuales, catálogos y guiones de cine. Escribía sin descanso y sin criterio. Columnas de opinión, monólogos cómicos, crítica literaria, guías de televisión y horarios de trenes. Escribía a mano o a máquina, dictaba a un casete y modificaba textos que bajaba de internet. Machacaba las redes, cambiaba los finales de los libros que tenía en su biblioteca, comentaba los diccionarios y modificaba la Wiki. Escribía en los márgenes de los periódicos, en las invitaciones y en los espacios en blanco de los anuncios de las revistas. Todo lo que hacía era pavoroso y él lo sabía. Nunca se le ocurría nada original y lo que copiaba se convertía inevitablemente y de una forma inmediata en una pasta amorfa e ilegible. Su vocabulario era corto; su prosodia, monótona. Le daba igual. Los domingos le daban vértigo y esta actividad, agotadora y estéril le adormecía el código de pánico dominical que nos inoculan en el colegio. Ahora se encontraba en una etapa narrativa especialmente grotesca a lo Jack London. En las últimas semanas había tratado de empujar su prosa absurda por los caminos de la aventura. Quería escribir salvajemente como Melville y Conrad sobre sujetos que trabasen bestias, que empuñasen mordazas y arneses, que navegasen fumando tagarninas, de pecho amplio y quijada áspera. Pero lo único que le salía era hablar de la mili. Nada resultaba creíble en el universo melifluo del escritor dominguero. Se le ocurrió que lo que establecía en el papel no tenía por qué darse en el mundo de cuatro dimensiones. De hecho –pensó–, al ser yo un autor horrible, es imposible que lo que ejecute con la escritura ocurra en la realidad. Así empezó a sobar el calendario y el mundo con su imaginación roma. Comenzaría con el clima. En un estilo naíf mecanografió: “El lunes nuestro hombre salió a la calle y hacía sol. El martes no se sorprendió al ver que el sol seguía allí. El miércoles y el jueves no llevaron la contraria a los días anteriores y la semana terminó tal y como había empezado, con un tiempo espléndido”. El lunes cuando arrancó su furgoneta para ir a trabajar el cielo poseía un átono color tocino, comenzó a llover poco después y no paró en toda la semana. Era inevitable –constató–: al ser yo un marionetista mediocre, los muñecos se mueven siguiendo mis instrucciones al revés. Pero aniquilemos la casualidad –decidió–: trataré ahora del paisaje y de las cosas. El domingo se sentó delante del ordenador y describió su propia casa. Enseguida tenía redactado lo siguiente: “Las fachadas del domicilio de nuestro personaje eran sencillas y el tejado, de pizarra a dos aguas, esperaba nieves densas de otro meridiano”. Sentado otra vez en la furgoneta el lunes por la mañana vio sin sorpresa que la puerta del portal de su casa se había llenado de escayolas, columnas adosadas y que las cubiertas eran ahora de teja corriente. Esta inversión de lo concreto no significa nada. No se necesita un demiurgo, basta un albañil para producir transformaciones en los materiales. Son los hombres y sus pulsiones los que nutren la creación. ¿Puedo escribir sobre la redención, la codicia o el amor? No –se decía–, conozco mis capacidades. Mis personajes son mates y carecen de fuste. Puedo despojarles de grandeza pero no proporcionarles hazañas o dotarles de gestos magníficos o crueles. Se puso a prueba a sí mismo atribuyéndose un don neutro: una salud normal. El martes comenzó a sentir malestar y el miércoles era dueño absoluto de una gripe que le tumbó. El domingo por la tarde se levantó a escribir con dos pares de calcetines y decidió seguir un sistemático diario breve: “Durante toda la semana me he encontrado mal. Estoy débil. No he tenido noticias de Ignacia. Cómo me gusta”. Ya no necesitaba abarrotar cuadernos ni desbaratar volúmenes para eludir el odiado día. Alejado para siempre de la desdicha y el azar gracias a su mezquina escritura, se pasó el resto de la jornada viendo la televisión y hablando por teléfono. El lunes siguiente y el resto de la semana se encontró mejor que nunca. El jueves conoció a una chica. –Me llamo Ingrid–, le dijo. Qué va, dime tu nombre de verdad. –Es que es muy feo–, contestó ella.