El ángel de las narices

Los angelotes de las Luces de Navidad de León en la Plaza de la Catedral.

Vale, lo reconozco: es mejor tener dos ángeles que te atruenan un rato a intervalos fijos, que la permanente herrería de villancicos de otros tiempos. ¿Pero a quién demonios se le ocurrió meter ocho altavoces a toda potencia para que, en plena plaza de la catedral, atronase a la peña cinco o seis veces al día? ¿Quién carajo ha confundido un mercadillo navideño con una pista de chundachundas?

Acaban de incorporar la palabra al diccionario de la RAE y hay que aprovecharla, aunque nosotros la sacásemos en Campus, en portada, hace casi treinta años, acuñada por Jorge, nuestro dibujante.

Chundachundas es lo que nos sobran. En una zona que es de especial protección acústica. A pocos metros de un hospital, donde he tenido la poca fortuna de escuchar ese atentado durante una visita. ¿Pero están zumbados o qué?

Llega la hora y, como si fueran las campanadas de un reloj, te sueltan las cuerdas de un violín laico y desafinado con algún tipo de música compuesta por algún especialista en marketing, por ocho altavoces, insisto, a toda potencia, repito, a ver si a alguien le entra la pulsión simiesca de comprar más, de babear al estilo perro de Pavlov.

Y el primer día te cabreas, oye, pero luego, poco a poco, llegas a pensar si esas cuerdas no serían buenas para ahorcarte o, mejor aún, para hacerle un torniquete en los cataplines al genio que ha pergeñado tal cosa.¿Cuál puede ser, vive Dios, la función de ese atentado? ¿Espantar a la gente? El que quiera que se dé una vuelta y que vea las caras de clientes y dependientes del mercadillo cuando, de la nada, empieza a sonar ese estruendo.

Queda tomárselo con humor. Malo, pero humor. Si las instituciones que se supone que tienen que luchar contra la contaminación acústica para crear ciudades más tranquilas, más pacíficas y más habitables aprovechan la primera ocasión para atronarnos, está claro el mensaje que se transmite: la cuestión ambiental sólo sirve para ganar cuotas de poder, atornillar al ciudadano y cobrar multas a los demás. Igualico, igualico, que eso de insistir en los dobles acristalamientos y la eficiencia energética mientras se permite a las terrazas poner calefactores de butano en medio de la calle.

¿El silencio es cosa de pobres, verdad? El descanso, en un hospital, debe de ser cosa de paletos. Para que un mercadillo funcione hay que dar la matraca desde mediados de noviembre hasta primeros de enero con el mismo disco rayado, el mismo del último año, por cierto.

Putos desaprensivos.

Javier Pérez es escritor. Ganó el premio Azorín en 2006 y acaba de publicar su último libro: La libertad huyendo del pueblo. Se puede seguir su trayectoria y conocer su profusa obra, premiada en varias ocasiones más, en su página web: www.javier-perez.es.

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