Cine

'Una casa llena de dinamita': pánico nuclear

Rebecca Ferguson en 'Una casa llena de dinamita', de Kathryn Bigelow.

Antonio Boñar

A sus 73 años y después de dirigir alguno de los filmes más impactantes de las últimas décadas, Kathryn Bigelow se ha convertido en una cineasta referencial del thriller bélico y político. Desde sus primeros títulos, Los viajeros de la noche (1987) o esa entretenida acción sin aditivos que derrochaba Le llaman Bodhi (1991), su cine ha estado marcado por un pulso narrativo mucho más complejo de lo que en un principio pudiera parecer. Esa es la principal virtud que esconde su forma de contar historias, una caligrafía que llega tan depurada a los ojos del espectador como para esconder la verdadera profundidad de cada plano o secuencia, una arquitectura visual invisible que esconde ese impacto emocional que finalmente nos atrapa casi clandestinamente. Es un estilo que ha seguido depurando a lo largo de su carrera y que encontraría su máxima expresión en películas como Días extraños (1995), la oscarizada En tierra hostil (2008) o la perturbadora La noche más oscura (2012).

Una casa llena de dinamita nos cuenta el pánico gradual que se va extendiendo entre los miembros de la seguridad nacional norteamericana al ver como un misil vuela hacia su territorio sin remisión, sin posibilidad de detener el desastre nuclear. No sabemos quién de entre todos sus eternos enemigos en el mapa geopolítico mundial lo ha enviado, o si es deliberado o producto de un error. Simplemente todos esos militares y políticos que manejan el mundo asisten atónitos, y en una terrorífica cuenta atrás, a la constatación de que uno de esos viles juguetes que las potencias nucleares acumulan con la delirante idea de utilizar como medidas de disuasión, se ha ido de madre para anticipar el apocalipsis, el principio del fin.

Lo mejor y lo peor de la película es su apuesta formal, una ambiciosa recreación en tres montajes alternativos del mismo drama coral que nos muestra la situación de pánico y confusión en distintos escenarios. Es una propuesta arriesgada que aleja el miedo del espectador cada vez que se le exige una excesiva atención para seguir la trama entre tantos alardes formales, entre una brillantez estilística que por momentos va en detrimento de la tensión, de la pavorosa realidad que se nos muestra.

Aún así estamos ante un prodigioso ejercicio de suspense que requiere, eso sí, toda nuestra atención. Algo que por otra parte es bastante más complicado de conseguir ante la pantalla del televisor que cuando acudimos a una enorme sala y se apagan todos esos estímulos prescindibles para dejar espacio a una sola cosa durante las dos horas siguientes, a eso que llamamos la magia del cine.

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