Cine

'Sintiéndolo mucho': pongamos que hablo de Joaquín

Sintiendolo Mucho documental Sabina Fernando León de Aranoa.

Fernando León de Aranoa se convierte durante 13 años en la sombra de un Joaquín Sabina que le deja entrar hasta la cocina de su alma borracha y tierna para firmar este íntimo retrato del hombre sin bombín, de un artista que lejos de volverse vulgar al bajarse de cada escenario se muestra como una paradoja andante, tan auténtico como vulnerable, tan genial como prosaico.

Durante las dos horas de metraje vemos como este brillante y locuaz versero (que dirían en su amada Argentina) que reivindica la incoherencia como único dogma y que es capaz de cuestionárselo todo con deslumbrante ironía, exhibe sin tapujos todas sus contradicciones. Por la pantalla desfilan con cercana naturalidad el canalla y el poeta, el cantautor y el roquero, el anarquista y el liberal, el amante de los animales y el taurino, el impenitente bebedor y el lector compulsivo, el eterno vividor que aseguraba en sus años locos aquello de que como en la calle no se está en ningún sitio, el mismo tipo que ahora se vanagloria con guasa de haber logrado envejecer sin dignidad.

Lo mejor del documental de León de Aranoa Sintiéndolo mucho (2022) es su enfoque naturalista, la total libertad de una cámara que se limita a seguir el día a día del artista sin ninguna intención previa, la ausencia de una estrategia predeterminada. “Pronto descubrimos que era imposible atenerse a una estructura o un plan, la cotidianidad de Joaquín es sencillamente extraordinaria”, confesaba el director en una reciente entrevista. Aquí no aparecen todos esos rostros, tan habituales en este tipo de producciones, verbalizando ante la cámara las bondades o miserias del protagonista. Ni tampoco se busca un elogio cronológico que contextualice y nos recuerde la importancia de su obra.

Composición del disco 'Vinagre y Rosas'

Aquí le acompañamos desde el año 2009 en Rota, a donde se fue con Benjamín Prado y otros músicos para componer el disco Vinagre y Rosas, hasta la caída del escenario del Wizink Center de Madrid en febrero de 2020. Y durante el trayecto escuchamos al cantante reflexionar sobre su vida, su carrera, su familia o sus historias de amor mientras bebe y fuma sin parar, mientras derrama contagiosas carcajadas sobre los días. O le vemos emocionado y con los ojos líquidos al leer unos versos de su padre en una visita a Úbeda, o al temer por la vida de su amigo José Tomás cuando es cogido por un toro en Ciudad de México. Le vemos deprimido, exultante, borracho, inseguro, cariñoso, melancólico o mordaz, definitivamente humano.

Joaquín Sabina es posiblemente el último de una estirpe, uno de esos personajes que pertenecen y definen una época, una forma de mirar y caminar el mundo que posiblemente desaparecerán tras él. Ha sido el cronista del Madrid más suburbial y bohemio, de los macarras de ceñido pantalón y de las putas de piernas infinitas, de los trenes que iban hacía el norte y de los gatos sin dueño que se van por los tejados, de los peces de ciudad y hasta de los notarios de Pamplona que van a la movida, de los piratas con pata de palo y parche en el ojo, de esos tipos con el corazón roto que pierden la calma con la cocaína, los mismos que pululan sin rumbo por las calles de la gran ciudad en esa hora maldita en que los bares a punto están de cerrar.

Pero por encima de todo Joaquín Sabina nos ha regalado el más hermoso de los legados, escribir un diminuto pedazo del cuento que cuenta la vida de cada uno de nosotros. Porque todos tenemos guardada en algún rincón de nuestro interior alguna de sus canciones, también nos pertenecen.

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