Retrato de Antonio Pereira: cien años del maestro del cuento con alma de poeta que elevó a arte la narración oral
Antonio Pereira ya era un escritor conocido cuando a principios de los años setenta se pasaba por la delegación que la editorial Plaza y Janés tenía cerca de San Marcos en León. Había expectación. La visita tenía algo de ceremonial. El director salía a recibirlo a la puerta. Julio Llamazares, que trabajaba allí con apenas 17 años, soñaba también con escribir y con “despertar aquella admiración en las chicas”. Cuando apenas unos años después entrevistó a Pereira en la radio y se quejó de lo caros que eran los libros, el poeta y narrador de Villafranca del Bierzo de cuyo nacimiento se cumplen cien años en este 2023 se ofreció a regalarle uno. “Dedico este libro que tanto costó, sobre todo al que lo escribió”, le puso en la primera página. Pereira en estado puro.
“Yo fui un niño precoz (…). Nunca me gustaron los niños precoces”, dispara el propio escritor berciano en una entrevista resumida en un vídeo de apenas 20 minutos de duración que corona la visita a la Casa-Museo Antonio Pereira, acondicionada para celebrar como se merece el centenario del nacimiento del autor. Con vistas al paseo de Papalaguinda, él prefería recluirse para escribir en un despacho que daba a un patio de luces. Aunque también vivió en Madrid, esa fue su “casa principal”. “Decía que donde tenía sus mejores zapatillas”, zanja su sobrino y director gerente de la Fundación Antonio Pereira, Joaquín Otero, al frente del legado del autor fallecido en 2009 desde la muerte de su viuda, Úrsula Rodríguez Hesles, justo diez años después.
Pereira, que se recordaba de niño leyendo en la trastienda de la imprenta de su tío Tomás en Villafranca libros de José María Vargas Vila hasta que “se cruzó” por el camino Ramón María del Valle-Inclán y su Sonata de otoño, se asentó de joven en León, donde conoció a otro poeta. “Él era un joven escritor y yo aspiraba a serlo”, cuenta Antonio Gamoneda. Para las precariedades de la posguerra española, Pereira podía disfrutar de una “vida privilegiada” como “hombre de negocios” asentado al principio en el Hotel Regina, cuenta Gamoneda al recrear paseos hasta el final de Ordoño II compartidos también con el sacerdote Antonio González de Lama. “Fue un hombre, sobre todo, con una capacidad de comprensión interpersonal extraordinaria; y con matices irónicos, propios de las personas del Bierzo”, valora.
Pereira y Gamoneda estaban en la órbita, aunque “no en el cuerpo central”, de la célebre revista Espadaña. Sus encuentros “solían comenzar o terminar” en el Restaurante Los Candiles, donde pedían un par de raciones. Nacido el primero en el Bierzo y el segundo en Asturias, compartían algunas cosas (la condición de poetas y de leoneses de residencia), si bien Pereira “hacía sus contactos literarios en Madrid” y Gamoneda era “un chico malo provinciano”. No obstante, siempre hubo cercanía, basada muchas veces en “consultas recíprocas” que iban de lo literario o lo médico-farmacéutico. “Me llamó un día cerca de las doce de la noche. Y nos vimos en la cafetería del Conde Luna. Ya no recuerdo si era por un fármaco para la depresión o por un gerundio”, ilustra Gamoneda.
Fue un hombre, sobre todo, con una capacidad de comprensión interpersonal extraordinaria; y con matices irónicos, propios de las personas del Bierzo
Aquellos años leoneses en los que Pereira tenía un pie en la literatura y otro en su negocio como distribuidor de materiales eléctricos (al principio él mismo ejercía como viajante) dejaron otras amistades perennes en el mundo de las letras como la de Luis Mateo Díez, que sitúa los primeros contactos “antes” de la publicación de la revista Claraboya. “Tenía una personalidad muy abierta, muy simpática. De acogida. El trato siempre era agradable y de amistad. Tenía una gran bonhomía”, rescata el autor de Memorial de hierbas, que había empezado a frecuentarlo precisamente por la amistad de Pereira con su padre y con el propio Antonio Gamoneda.
De León a Madrid (también tuvo piso en Fuengirola, Málaga) transcurría la vida con paradas en Villafranca del Bierzo. Antonio Pereira nunca dejó de pisar su pueblo. “Para mí era el tío Toñín o el tío poeta”, dice Joaquín Otero, hijo de su hermana pequeña, al rememorar excursiones por la zona en “su 1.500 gris”. “Y cuando venía a casa, la tertulia era larga. Hablaba de cosas mundanas con una narrativa oral espontánea. Era muy divertido y ameno. Eso sí, cuando llegaba la hora de la siesta, se acababa la tertulia”, señala Otero, que se fue con 18 años a estudiar a León, donde luego se instaló en un piso cercano al de su tío. “Y me convertí en el sobrino de apoyo, incluso para alguna consulta jurídica. Vine aquí muchas veces a comer”, cuenta en el piso de la Avenida de la Facultad de Veterinaria, cuyo portal recuerda con una inscripción que allí vivió y escribió Antonio Pereira.
Tenía una personalidad muy abierta, muy simpática. De acogida. El trato siempre era agradable y de amistad. Tenía una gran bonhomía
El Parador de Turismo de Villafranca del Bierzo, en el que se alojaba cuando visitaba su pueblo, acabó luego por adoptar su nombre. Luis Núñez del Blanco, que ejercía como oficial en el Registro de la Propiedad, comenzó a tratarlo de verdad cuando se vio de improviso como alcalde en 1975. Los dos formaban parte de ‘La patrulla’, un grupo de amigos que se reunían para pasar la tarde de vinos por la Calle del Agua. “Había 50 bodegas. Y él bebía medio vino en una”, cuenta Núñez del Blanco, que intensificó los contactos cuando había que organizar la Fiesta de la Poesía. “Ponte el traje de fiesta”, le instaba Pereira para ir juntos a la Real Academia Española a ‘pescar’ mantenedor, que en ocasiones encontraban en otros ámbitos como aquella vez que se lo propusieron al entonces obispo de Astorga, Antonio Briva Mirabent.
El prelado de una ciudad que colmaría aquella predilección de Pereira por los lugares “con obispo y sin gobernador civil” aceptó. Y en una visita compartida a la Virgen de Fombasallá, el escritor se vio algo apurado por aquellos caminos inescrutables haciendo cuneta hacia el río. “Su Ilustrísima viene aquí a atender a sus ovejas. Pero, ¿y yo? A la vuelta bajo en el colo del señor obispo”, cuentan que dijo Pereira, que también solía preguntar por palabras propias de la zona cuando acudía a una villa que se ponía de tiros largos con la Fiesta de la Poesía.
Fue en una Fiesta de la Poesía, concretamente en una cena en el Hotel Comercio, donde Antonio Pereira rebautizó a una escritora. “Tienes que dejar eso de Mari Carmen López”, le conminó a la autora que acabó adoptando por apellido artístico el de su pueblo, Busmayor, perteneciente al municipio berciano de Barjas. “Carmen Busmayor tiene más arranque; suena mucho mejor”, le dijo a quien ya no era una desconocida puesto que había dedicado su tesis a El lenguaje poético de Antonio Pereira, luego también rebautizada a la hora de editarla como Paisajes poéticos de Antonio Pereira. Fue tan intensa la labor de investigación en la casa leonesa del autor que este acabó por hacerle una confesión: “Te tengo miedo. Sabes tanto de mí que sólo te falta saber de qué lado duermo”. La anécdota ilustra de nuevo una forma de ser. “Siempre fue muy simpático y muy campechano”, destaca Busmayor.
Conexión entre poetas
Fue en otra Fiesta de la Poesía cuando se produjo otra conexión. Aunque había ya una relación de vecindad (“la casa de sus padres era colindante con la de mis abuelos maternos, la ferretería de José Pereira aledaña con la sastrería de Leonardo Mestre”, cuenta el poeta Juan Carlos Mestre), Antonio Pereira vio algo en aquel joven “imberbe y rizoso de pelo” que se subió al estrado. “Yo sentí admiración y un poco de miedo”, dejó anotado en sus diarios recogidos luego en la publicación Oficio de mirar (Andanzas de un cuentista, 1970-2000). Como contrapartida, Mestre se quedó de Pereira con una “marca moral, la elegancia intelectual de una persona que irradiaba, como todo ser de luz, bondad y bonhomía”.
Otras veces, también en Villafranca del Bierzo, se cruzaban los caminos. El periodista Toño Criado, cronista parlamentario durante años para Radio Nacional de España, lo vio sentado en la terraza del bar Sevilla y fue a mostrarle su admiración. Tiempo después, volvieron a encontrarse y no había olvidado su cara ni su nombre. Criado lo frecuentó luego en León y Madrid, tanto en ambientes íntimos (“siempre le llevaba mi vino casero de Ozuela y me decía: ‘Toñín, qué vino tan honrado’”) como en ámbitos sociales como aquellos filandones en la Casa de León en Madrid en los que “hablaba con aquella campechanía que atraía toda la atención”. “En la narración oral era donde te convencía y donde le cogías cariño. Él ganaba en el cuerpo a cuerpo”, resalta el periodista.
Con aquellas aptitudes, Antonio Pereira estaba llamado a ser protagonista de la película El filandón, en la que el director berciano Chema Sarmiento reunió cinco historias de otros tantos escritores leoneses, entre ellas Las peras de Dios. “Me dijo que era muy mayor”, recuerda el realizador que se excusó cuando le propuso ir a rodar a la ermita ubicada en el campo de Santiago, a caballo entre el Bierzo Alto y Omaña. Era noviembre de 1983, por lo que tenía 60 años y miedo al frío. Los planes se habían acomodado para que Pereira no apareciera, pero un último cambio de guion hizo que el escritor que quedara al margen de la reunión fuera precisamente Julio Llamazares. “Y no quería ni a la de tres. Le mandé un taxi con la chica más guapa del equipo”, recuerda Sarmiento. Finalmente, la presencia de Pereira “aportó muchísimo” en las secuencias de diálogo más o menos improvisado en las que una vez se salió del guion tras haberse antes negado en redondo a hacer que un confesionario avivara la llama ante San Pelayo. No fue posible homenajear a los Hermanos Marx y su “más madera”. “Pero él quedó encantado de estar con nosotros”, precisa el cineasta.
Antonio Pereira, sobre la premisa de la concisión en la redacción de los relatos breves: “La mayoría de los escritores no tienen el valor de suprimir cosas preciosas, pero innecesarias
Cien años después de su nacimiento (el centenario se cumplirá el 13 de junio), Antonio Pereira tiene la consideración general de maestro del cuento. Él aplicaba a aquellos relatos breves que lo hicieron célebre algunas claves a costa incluso del lucimiento al apelar a la máxima concisión. “La mayoría (de los escritores) no tienen el valor de suprimir cosas preciosas, pero innecesarias”, contaba el propio autor villafranquino. Hay quien no acaba de deslindar su narrativa de su poesía. Chema Sarmiento, por ejemplo, fue más allá del texto para filmar su parte en El filandón. “En Las peras de Dios hay más cosas que las que cuenta en el relato. No me las inventé, sino que me leí su poesía como inspiración. Él perfeccionaba su escritura hasta el último momento”, apunta el realizador, a quien años más tarde el propio Pereira ofrecería llevar al cine su novela ‘Un sitio para Soledad’.
“Todos sus cuentos más breves tienen su núcleo poético. Su vocación de poeta era constante”, abunda Antonio Gamoneda. “Hay una correspondencia entre la inventiva oral y una reelaboración estilística fuerte”, sostiene Luis Mateo Díez, que también reivindica la poesía de Pereira, del que Mestre dice que “desafió el límite de los géneros” al construir una poética “de lectura ambivalente”. “Él solía decir que, si dependiera de él, daría todas sus prosas por un poema, un pequeño poema que le sobreviviera”, añade. “Era esencialmente un poeta. Y así quería que lo recordasen”, aporta Carmen Busmayor en una opinión compartida por quienes lo conocieron sin obviar una consideración general a la que le pone letra Julio Llamazares: “Todos los escritores, si queremos que se nos reconozcan por algo, es como poetas”.
El reconocimiento y “un magisterio abstracto”
Más allá de los géneros, el centenario da perspectiva para calibrar el reconocimiento que halló su obra en la crítica. “Hay escritores que quedan por delante de la obra. No ha tenido el reconocimiento que mereció”, juzga Llamazares tras ponderar aquellos encuentros en la Casa de León en Madrid. “Ha sido el mejor narrador oral que he conocido en mi vida”, dice con el recuerdo vívido de cómo contó en aquel foro su cuento Palabras, palabras para una rusa. Luis Mateo Díez, que continúa con Juan Pedro Aparicio y José María Merino los filandones iniciados con Antonio Pereira, lo considera como “uno de los grandes de su generación”. “De entre los escritores de culto en España, es uno de los maestros reconocidos en la narrativa breve. Y como poeta tiene el respeto generalizado”, añade Antonio Gamoneda.
Hay escritores que quedan por delante de la obra. No ha tenido el reconocimiento que mereció. Ha sido el mejor narrador oral que he conocido en mi vida
Pereira sacaba años a la mayoría de sus compañeros de letras. ¿Hacía de padrino? “No. Tenía la sensibilidad de hacer una valoración a los que iban saliendo”, responde Luis Mateo Díez. “Ejercía un magisterio abstracto. Sentías que te apoyaba”, contesta Julio Llamazares, al recordar cuando pasó a visitar a su padre en sus últimos días de vida sin tener el compromiso de una amistad fuerte: “Son detalles que definen a una persona”. Mestre, a quien muchos consideran una especie de discípulo, define su relación. “Pereira y yo no necesitábamos de fórmulas ni preámbulos; veníamos de una misma clase social, de familias que se querían”, señala su paisano, que ha firmado dos murales (uno con José Antonio Robés en el Parador de Villafranca y otro en solitario en la Casa-Museo de León) en los que no hay intención de resumir la obra pereiriana. El segundo, concluye, resulta “una deuda de fervor hacia el insólito soñador”, al “tan escritor como noble ciudadano que fue Antonio Pereira, y su inolvidable y bienamada Úrsula”.
Fue un hombre vital. “Beber con todos es beber con uno; beber a solas, comulgar la tierra”, le recitaba a Toño Criado, quien lo recuerda interesado por la vida de los demás: “Quería escuchar más que contar lo que él sabía”. No era raro encontrárselo por León tomando notas antes de la comida. “Vamos a hacer un comistrajo”, le decía a Luis Núñez del Blanco, quien destaca cómo “hizo que todo el mundo conociera Villafranca”. “Tenía la sencillez como norma”, cuenta Antonio Gamoneda al recordarse cenando unas truchas en Casa El Guardia de Villafranca. Luego tocaba recogerse con Úrsula a sabiendas de que “en la cama siempre hay mucho que hacer”, como él mismo decía. Y todo ello no quita para que extremara las precauciones con su salud. “Ejerció de anciano enfermo toda la vida”, ilustra Julio Llamazares. “Tenía una frágil salud de hierro. Se cuidaba mucho”, agrega Joaquín Otero para admitir que “lo habría pasado mal” con una pandemia a la que seguro le habría sacado más de un cuento, aunque seguramente habría preferido desescalarla en verso con un poema que lo hiciera inmortal.