Cine

'Blow Up': viviendo en la Era Pop

Un fotograma de 'Blow Up', mítica película de Michelangelo Antonioni.

Antonio Boñar

Antonioni se inspiró vagamente en el relato corto de Julio Cortázar, Las babas del diablo, para rodar en 1966 Blow up. El nexo de unión entre las dos narraciones, la literaria y la cinematográfica, es el discurso sobre lo real y lo aparente que esconden en su interior. Porque ambos autores juegan a confrontar la realidad fotográfica con la captada por nuestros sentidos; el instante puro y quieto frente a ese otro filtrado y trascendido por nuestra imaginación; la sección de tiempo inmovilizada por la química frente a ese mismo pedazo de tiempo afectado y voluble, capaz de adoptar tantas formas como una nube que viaja por el cielo. Y también su naturaleza metalingüística es algo que une a ambas narraciones, su indisimulado afán por indagar y explorar la realidad a través del objeto o sujeto observador, poniendo en duda que haya realidades absolutas y abriendo el abanico de los actos enfocados hasta situarlos en el insondable universo de los sueños, allí donde la literatura y el cine reinan a sus anchas.

En Blow up es un fotógrafo de modas el que descubre un secreto terrible al revelar y ampliar un carrete de fotos. Ese será el frágil estímulo narrativo que le sirve a Antonioni para perseguir con otra cámara, la cinematográfica, al personaje interpretado por David Hemmings. Y lo hace con la perseverancia de un sabueso y la delicadeza de un pintor, entre un amanecer y otro, entre el descubrimiento y la excitación surgida ante la posibilidad de evitar un crimen y la desilusión final. 

Estamos en los años del Swinging London y todo nos remite a una cultura pop que en ese momento tenía mucho más que ver con un modo de vida que con una estética concreta e idealizada con el paso de los años. En ese escenario colorido y liberado, pretendidamente moderno y afectado por una moda, una música, unos diseños y unos hábitos determinados, es donde la película adquiere su naturaleza de objeto fetiche, constantemente reivindicado por el movimiento Mod. Pero Antonioni no pretendía, ni mucho menos, quedarse en el retrato de una época. Y posiblemente esa contradicción haya servido, a su vez, para ocultar y simplificar el mensaje. Porque, como en esa imagen ampliada sucesivamente hasta que el objeto retratado desaparece ante nuestros ojos, la reflexión sobre lo que vemos y lo que realmente existe que nos propone el director italiano también se pierde para muchos espectadores fascinados por ese Londres delirante y pre-psicodélico en el que las drogas, el sexo y cierto glamour rebosante de bellas modelos y música de los Yardbirds lo llenaba todo. 

Antonioni abandona con este filme a esos sofisticados y vacíos burgueses que habitan su filmografía y que esconden, detrás de una elegante fachada, toda su melancolía y frustración. Pero su estilo meditadamente lento, con esa cadencia siempre al borde del tedio pero profundamente poética, está igualmente presente en este ensayo sobre la ceguera.

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