Tiempo
El otro día me levanté a mear y en el pasillo recorrí cincuenta años. Cuando entré en el baño con las gafas puestas me encontré en el espejo a un fúnebre individuo que no se parecía en nada al chaval leyendo historietas en la cama que era yo mismo unos segundos antes. Compartíamos la camiseta negra de Jack Daniel’s –Tennessee Whiskey– que uso a veces de pijama, pero, definitivamente, el del reflejo era un señor muy mayor y muy serio. Ahá –pensé–, se acabó. De acuerdo. Siempre puede uno ser inmaduro, pero la edad te golpea y pone en su sitio colocándote de forma paulatina rostro de autoridad municipal. Ya. Sí. Qué lata ¿no? Bueno, también hay cosas convenientes en hacerse adulto –o en parecerlo–: te dejan entrar en los sitios. Recuerdo de guaje sobre todo eso: que era perseguido y alejado con rigor de cualquier ámbito o recinto apetecible. No se podía pasar. No dejaban. Cierta vez desperdiciamos una tarde entera dando vueltas alrededor de la carpa de un circo porque sabíamos debía existir un lugar en el que la lona no llegaría al suelo y, levantándola, se accedería directamente a la jaula de los elefantes –que probablemente estaría regando Sabú con una manguera–. No. Estaba firmemente sujeta en todo su perímetro. Así todo. Bien, he llegado de forma inexplicable a una edad provecta sin saber utilizar un lazo para capturar reses ni poseer un látigo. Incluso he abierto y cerrado cuentas en entidades bancarias careciendo de tales habilidades. Ha resultado que las arenas movedizas, las marabuntas, la lava, las boas, las tarántulas o la falta de lianas no constituyen un problema en el día a día; no he necesitado utilizar un sextante y puedo salir de casa desprovisto de catalejo, prismáticos o machete… Incluso ahora mismo me resultan indiferentes los pulpos gigantes y no temo que un submarinista enemigo corte el suministro de oxígeno de mi bombona –creo que el término correcto es botella– con un cuchillo. No sé si me explico. De crío estaba muy preocupado por cosas así. En serio. Dediqué tiempo a perfeccionar mi futuro comportamiento en el interior de un submarino: que se podría resumir en jamás permitir que me metieran en uno. De momento lo he conseguido. Ofrezco por fin el aspecto de vigilante o sabueso que ambicionaba presentar de niño para colarme a ver bichos, monstruos o chavalas en pelotas. Incapaz ya de quitarme la careta puedo llevar, eso sí, si quiero, una estrella de sheriff todo el rato.