La jubilación cierra el Mesón Valdevimbre de León, la cuna de los 'cachis', después de 48 años tras una barra de bar

El bodeguero Carlos Gómez apura las últimas horas de su vida detrás de la barra de barrio del Mesón Valdevimbre.

Este viernes se jubila uno de los más veteranos hosteleros de León, un tabernero de raza. Carlos Gómez cumple este día justo 65 años, 48 de ellos detrás de una barra de los bares familiares y de barrio de toda la vida, el Mesón Valdevimbre y La Bodeguita. Ojo, no hay que confundir el primero con el segundo, llamado Bodega de Valdevimbre, que cerró en el año 2020, propiedad de la misma familia y que su conjunción dio como sobrenombre a la zona como Los Porrones.

Por eso, será justo el último día en el que levantará a modo de despedida la trapa de su local con aspecto típico y auténtico. Servirá los últimos chatos o butanos, ofrecerá una tapa y hará un comentario serio pero jocoso a sus parroquianos de toda una vida. Y recordará a las generaciones que regaron su adolescencia bebiendo de sus porrones y sus cacharros de litro. No en vano, el Valdevimbre es la cuna leonesa del 'cachi' de cubata, reclama orgulloso como uno de sus mejores títulos.

Carlos, tras su particular voz rota, no da la imagen de ser alguien muy dado a la nostalgia o al sentimentalismo. Y sin embargo se le humedece un poco esa voz durante la última entrevista como el casi último bodeguero de los de toda la vida de la capital leonesa.

Rodeado por una decoración de toneles y maderas veteranas, infinidad de objetos caóticos, que han sido testigos de mucha diversión y fiesta, de amistades profundas y algún que otro exceso, él es consciente de que su merecida jubilación pone el fin una saga que comenzó su abuelo.

Un futuro decidido a cara o cruz

Fue quien tuvo que abandonar con toda su amplia familia, en busca de fortuna, el Valdevimbre natal, el pueblo que es la cuna de la uva de variedad prieto picudo en León, para trabajar de muchas cosas y terminar por abrir La Bodeguilla en 1971 en la calle de la Virgen de Velilla, entonces extrarradio de la ciudad. “Vendíamos vino de cuba, que también llevábamos por las casas, como el butanero, y suministrábamos a tiendas de comestibles con el vino de nuestros propios viñedos”, rememora Carlos, saboreando aún las primeras comidas que daban, “primero la ensalada de chicharrón”, para después pasarse a “los callos, la asadurilla, el picadillo...”. Su madre y luego su mujer, y después una de sus hijas, pilotaron los sabrosos fogones.

Afianzaron su éxito sirviendo miles de comidas a los trabajadores que levantaron por entonces el Polígono 10, todo un barrio en sí mismo con pisos para 5.000 almas, y eso le llevo a su padre a abrir en la acera de enfrente el Mesón Valdevimbre, en 1976. Aquí sí compraron el local. Y Carlos y su hermano, José Ignacio, siguieron la estela. De modo que cuando se retiraron sus padres, una moneda marcó el siguiente destino: como su hermano y él no tenían claro por dónde tirar, se repartieron los dos bares con un cara o cruz. “Yo no sé lo que aposté pero me tocó el Valdevimbre”, el local más grande. De eso hace 27 años ya.

La época dorada había llegado en realidad hace unos 35 años, con “los chavales”, como él los llama: en tiempos en los que las discotecas como la Tropicana primero o la Oh! después, atraían a miles de adolescentes, el tabernero echó mano de su ingenio. Les atrajo con precios económicos hacia sus 'cubatas', “sobre todo de vodka, Dyc y algo menos de ginebra”, originalmente servidos en porrón. Era la marca de la casa. Todavía la silueta de este recipiente típico decora la puerta de la entrada.

“Luego fui metiendo jarras de barro, que íbamos a comprar a Jiménez de Jamuz por docenas, y servíamos y nos robaban tantas que cuando cerrábamos e íbamos al Barrio Húmedo a tomar algo se podían ver regueros de trocitos de nuestras jarras, que iban rompiendo”. De ahí que apostara finalmente por el 'cachi' en vaso grande de plástico, hoy generalizado en toda la hostelería nocturna pero que entonces fue una aventura más, empezando por localizar en cantidades suficientes.

Cajas repletas y carteles de “prohibido liarse porros”

Eran tiempos dorados, del color de las rubias pesetas. “Entre 70.000 y 80.000 pesetas hacíamos de caja un viernes, y otras tantas un sábado, ¡y sólo entre las 7 de la tarde y las 12 de la noche!”. Tal era la afluencia y la juerga comprimida que aún recuerda los dos carteles que colgaba de las vigas al abrir y retiraba al cerrar: “Prohibido liarse y fumar porros”.

Con los años, en los apenas 200 metros del entorno del Valdevimbre y La Bodeguita, que su hermano cerro hace unos pocos años para abrir el actual y vecino Lusitania, esa calle y la perpendicular ofrecían hasta siete barras nocturnas de cachis baratos y música tardía. Así que, “como ya era ya más mayor, nos centramos más en las mediendas y cenas”, que también funcionaron muy bien y ampliaron clientela. Hasta la pandemia: “Con el coronavirus yo calculo que hemos jodido 20.000 euros, fíjate”, le calcula a un parroquiano acodado en la barra, que asiente casi por última vez.

Pero a pocas horas de poner para siempre el cartel de 'cerrado', el tasquero de barrio se queda con los buenos recuerdos, con hueco apenas “alguna movida, cuatro tortazos y listo, y siempre muy arropado” por sus clientes, dice orgulloso. Entre ellos, las generaciones de chicos y chicas, clientes que hoy son legión: “Algunos, ya de 40 años, han venido en grupos estas últimas semanas, se han juntado incluso con sus hijos para venir a picar algo y despedirse, uno hasta venía de Suiza”.

“Hay otra cultura de bar”

Porque “eran mucho más que clientes”, fruto de una generación “muy distinta a la actual, con otra cultura de bar: hoy los chavales quedan más para desayunar que para alternar”, pontifica. Y lo mide por sus dos hijas, hoy treintañeras, a las que él estuvo de acuerdo en darles la libertad de elegir o no continuar la saga. No lo han hecho, aunque una ayudara muchos años siendo adolescente, pero nada que ver con las condiciones de antaño, cuando recibían de sus padres un dinerín al cerrar de noche, “sin contratos ni seguros ni nada”.

Hoy la chica mayor ya le ha dado un nieto. Y a su parentela, a disfrutar de su finca cerca de León, “a pasear, a tomar café y leer la prensa”, en todo caso a “no quedarme metido en casa”, piensa dedicarse desde que amanezca este sábado con 65 años y un día. Sin tener que encender la cafetera, preparar las tapas, llamar a un solo proveedor ni saludar al siguiente cliente que atreviese la puerta del Valdevimbre y penetre en la penumbra acogedora de su larga historia. Quizá a frecuentar más su amistad personal con los miembros del grupo La Braña, que tanto alternaron junto a él desde jóvenes y con quienes fueron a tantas fiestas y conciertos de pueblo, como en Valdelugueros.

Eso sí, la jubilación, como cada vez ocurre más en la hostelería típica de León, habrá ganado otra partida de las que se jugaban en las viejas tascas de siempre. En esta partida siempre pierden los mismos: los clientes, que quedan huérfanos, y la memoria de una ciudad que cambia demasiado deprisa. Ojalá, al menos, que no olvide su pasado.

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