Una mañana cualquiera, la vida en la antesala de la esperanza

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Luis Álvarez

El denominado Hospital de Día Oncohematológico del Hospital del Bierzo es un lugar muy especial donde se perciben unas sensaciones diferentes a cualquier otro lugar del mismo centro sanitario. En esa área, el respeto hacia el vecino de asiento y el silencio amable de la gran mayoría de quienes allí se dan cita, es muy superior al del resto del complejo sanitario.

Tras pasar una mañana entera en este lugar, que ya conozco de tiempo atrás, es reseñable conocer algo sobre lo que allí ocurre cada día y sobre las personas que esperan o se someten a tratamiento para superar sus dolencias. Porque este es el lugar donde la gente recibe lo que popularmente se le llaman las “sesiones de quimio”.

Para empezar, afrontamos un lugar como éste con prejuicios que vienen de antaño, prejuicios que nacen cuando el médico nos dice la palabra “cáncer”, cuando se nos ha caído el cielo encima y nos mostramos convencidos de que una maldición pesa sobre nuestras vidas.

Sin embargo, cada vez es mayor el porcentaje de personas que superan la enfermedad o que consiguen que ésta se estabilice. Las estadísticas indican que en torno al 53% de los pacientes superan la enfermedad. Aunque según donde busquemos, el tipo de cáncer, la estadificación o el tiempo de detección, además de otras muchas variables, estos datos estadísticos pueden presentar cambios significativos, incrementando el porcentaje de curaciones o disminuyéndolo.

Por ello los médicos van a poder decirnos una vez estudiados todos los parámetros de nuestro diagnóstico la probabilidad de superarlo. Solo son estimaciones basadas en la experiencia acumulada y los datos estadísticos disponibles. No van nunca a hablarnos de certezas. Tampoco podemos pedírselas.

Todas estas cosas se van aprendiendo sobre la marcha, porque no somos especialistas, ni estamos pendientes de si nos puede llegar la enfermedad, excepto cuando toca a otras personas de nuestra intimidad. O quizás si somos un poco hipocondríacos, y entonces si podemos anticiparnos algo en el conocimiento del mal.

El silencio y la comunicación

La sala de espera es un espacio de respeto hacia los demás. Se escuchan escasas conversaciones, todas en voz baja, a veces hablando casi al oído. Incluso se escucha en ocasiones el murmullo del interior de las consultas donde médicos y pacientes conversan sobre sus cosas.

Esto no significa en absoluto que la comunicación entre los asistentes no exista. Al contrario, es mucho más intensa que en las demás salas de espera del hospital donde la gente habla entre sí y se comentan las novedades o experiencias. Aquí la comunicación es la de los otros lenguajes, los no hablados ni escritos. Como decía Kapuscinski en 'Viajes con Herodoto', “es que todo habla: la expresión de la cara y de los ojos, la gesticulación de las manos y el movimiento del cuerpo, las ondas que emite este último, la ropa y la manera de llevarla...”.

Esta comunicación que emitimos de continuo solo se percibe cuando estamos juntos, y es más sincera que la verbal o escrita, porque resulta más difícil mentir con ella. El silencio y el respeto de esta sala de Oncohematológía nos ofrece la posibilidad de fijarnos más en esta forma de decirnos las cosas unos a otros, de impregnarnos de la empatía necesaria hacia nuestros vecinos, para poder sentir con ellos sus dudas o temores.

Un hombre solo

Si nos fijamos bien vemos allí en la esquina a un hombre de mediana edad solo, con un montón de papeles en las manos, que remira nervioso. Se le nota que no es habitual. Suena en el altavoz un nombre y una frase hecha: “..., pase a la consulta número dos”. Se levanta y va hacia la puerta. Viene solo, no es lo habitual, será porque no dispone de una persona que lo pueda acompañar o porque él mismo no lo ha querido.

Pero cuando sale de la consulta su cara ha cambiado, se le ve más relajado, se despide con un saludo tradicional “adiós, buenos días”, y su timbre y tono de voz son alegres. Seguro que le han dado una buena noticia, su enfermedad no es cáncer o es al menos que está bien controlado.

A nuestro lado una mujer, aún joven, apenas 30 años, acompañada de su madre. Solo hay que ver como la mira y está pendiente de cada unos de sus gestos o movimientos.

Una enfermera que pasa la saluda por su nombre y se para unos instantes para hablar con ella y preguntarle qué tal se encuentra. Luego se aleja con un “ahora nos vemos”. Se nota que es persona habitual. Vuelve a sonar el altavoz y dicen su nombre. Tarda en salir varias horas, lleva unos ojos cansados, se le nota algo abatida, pese a ello se despide de todos con amabilidad “hasta otro día”, le devuelvo una sonrisa y un “adiós, hasta pronto”, y me devuelve la sonrisa y en sus ojos hay un destello alegre de agradecimiento.

Cada persona es una situación diferente, hay acompañantes ya expertos que sabiendo el tiempo que su protegido va a estar en la sala se van a dar un paseo o tomar un café. Otros permanecen a la espera. Mientras nos miramos, es un continuo ir y venir de gentes, de sesiones de medicamentos, de consultas. Al menos medio centenar de enfermos han pasado esta mañana.

Ellos, los sanitarios, los guardianes

Y en medio de todo eso, como elemento indispensable para lograr una amalgama consistente de todo este mundo de personas diferentes, hay un continuo pulular de trabajadores sanitarios, médicos, enfermeras, auxiliares, celadores, de ambos sexos en todos los casos.

Que entran, salen, buscan a personas, material, saludan con amabilidad y por el nombre a los habituales, reparten sonrisas, palabras y gestos amables. Estos son los auténticos guardianes, o si queremos, los reales ángeles de la guarda de este espacio, como antesala de la esperanza que, con su presencia, su actitud y trabajo envuelven todo con un aroma de esperanza que todos los presentes necesitamos que nos impregnen como lo hacen.

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