Rompiendo una última lanza

Carteles en León pidiendo que se vaya el consejero de Medio Ambiente de la Junta.

Me resulta un tanto tedioso escuchar una sarta de mentiras cada vez que alguien intenta eludir su responsabilidad en los incendios cuando lo tiene por oficio o encargo político. Que si el cambio climático, que si los incendios son ya de no sé cuál generación, que si la abusiva interferencia de los ecologistas en las medidas de protección del Medio Ambiente, que si patatín y que si patatán.

Supongo que para testar la veracidad de este tipo de asertos será bueno tomar alguna referencia y, aunque debe ser cierto aquello de que las comparaciones son odiosas, incurriremos en ese ‘pecado’ por ver si podemos extraer alguna conclusión que nos ilustre al respecto. Para hacer este ejercicio de especulación, ruego a los voluntarios que comiencen haciéndose una representación ideográfica del calendario agrícola del Panteón de los Reyes de San Isidoro en el que se representan las distintas tareas del campo cada mes del año. 

Creo que todo el mundo tendrá en mente a esas figuras humanas de regusto arcaico, figuras románicas de rostros hieráticos, indumentaria de la época, grandes ojos, cejas redondeadas y ademanes rígidos. Excusado es decir que son imágenes de tiempos altomedievales donde la industria no iba más allá de la artesanía y la vida era mayoritariamente rústica, y por ende, fuertemente ligada a la agricultura. Llegados a este punto no costará mucho hacernos una somera idea de que León era un territorio escasamente poblado, con escasos núcleos de población dignos de tal nombre y, consecuentemente, con grandes superficies forestales. 

Tampoco hay que esforzarse para reconocer que la Administración era algo testimonial que serviría para recaudar impuestos y hacer llamamientos a la guerra si era llegado el caso. Imposible suponer que existieran operativos contra incendios al margen de lo que pudiera suponer la colaboración ciudadana, menos aún ideas conservacionistas o proteccionistas. Con tal motivo es plausible suponer que la rentabilidad de los montes consistía en su aprovechamiento para leña, madera, pastos, caza y quién sabe si también frutos del bosque.

Con grandes extensiones boscosas, forzado es suponer que la fauna sería muchísimo más abundante. Y hasta aquí nuestra pincelada sobre el hipotético paisaje del León Medieval. Añadamos una nueva derivada que aún pervive en nuestros días aunque muy decaída, me refiero a la trashumancia de ganado, principalmente ovino y el aprovechamiento del ganado en régimen extensivo, en resumen, un sistema de vida autárquico. Introduzcamos ahora la variable de los incendios. Como primera providencia aceptaremos que las masas boscosas estaban mucho más asilvestradas de lo que pueden estar en la actualidad.

Por lo tanto los incendios que se produjeran en aquellos tiempos nada tendrían que envidiar a los pavorosos incendios de sexta generación que hoy se achacan al cambio climático y al abandono del monte. Súmese que ni existía la UME ni las BRIFs y sin embargo no hay constancia de que los incendios hubieran diezmado nuestros pueblos, montes y montañas. Conviene señalar que la vegetación autóctona era infinitamente más resistente al fuego que las especies de recientemente introducidas y explotadas sin preocuparse por su impacto.

Por si fuera poco, se habían desbrozado montes para el aprovechamiento de pastos y la abundante fauna salvaje, junto al ganado doméstico que pastaba libre, eran un firme aliado para combatir el fuego por su permanente labor de limpieza del sotobosque. Súmese la obligada participación ciudadana en las tareas de extinción sobre todo cuando peligraban sus bienes. Aquella gente no podía esperar el concurso de medios como los actuales pero tampoco se veía importunada por la, muchas veces, inoperante y hasta contraproducente tutela de la Administración, siempre al dictado de directrices políticas. Eran eficaces bomberos forestales.

Es decir, todas las disculpas mencionadas en el primer párrafo no se sostienen y las palabras de Suárez-Quiñones carecen de crédito. Su única salida elegante es dimitir. Por cierto, su enfermiza obsesión por perseguir al lobo se puede incardinar en todo lo anterior. Cabe suponer que la población lupina de aquel tiempo sería mucho más numerosa que la actual dado que disponía de más enclaves en los que prosperar sin sobresaltos y la trashumancia ofrecía grandes facilidades para el ataque indiscriminado a los rebaños en tránsito, pero sin duda la protección con mastines reducía los daños ocasionados y nunca se supo que la viabilidad de la cabaña ganadera hubiera peligrado por la acometividad de este cánido. Enfermedades como la Lengua Azul causan muchas más bajas y no crean tanta alarma entre la opinión pública.

Tomás Juan Mata pertenece a Urbicum Flumen, la Asociación Iniciativa Vía de la Plata

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