Los Reyes Magos son los padres

Las zapatillas, las pastas y madalenas son propias de la noche de Reyes.

La vida te va estupendamente hasta que un buen día descubres bajo la cama de tus padres aquel muñeco de juguete que poco después tendrás que disimular no haber visto con tu mejor expresión de sorpresa, aunque también con una diminuta y apenas perceptible mueca de escepticismo esbozada sobre tu rostro infantil. O hasta que un compañero del colegio te suelta la noticia del siglo dejándote helado sobre el pupitre y reventando en mil pedazos el andamiaje que sostenía tu ya frágil credulidad en el encantamiento. Aunque ese desubicado amigo de clase lo único que estará haciendo es soltar lastre, ejerciendo por primera vez de adulto desaprensivo. Aun así te aferras a la creencia original con esa facilidad que tienen los niños para olvidar y mirar hacia otro lado. Y te harás el iluso hasta que la farsa sea insostenible. Y tus padres dejarán que lo hagas porque ellos también sufrirán en silencio al ver cómo el tiempo que sigue su curso como un tren insaciable se va llevando poco a poco a su hijo hasta el complicado territorio de la vida adulta.

‘Pero terminó la niñez y caí en el mundo’, sentenciaba Luis Cernuda en su maravilloso poema Escrito en el agua. Si hay un momento en el que se produce esa tremenda revelación de caer sobre el mundo es cuando descubrimos la primera gran mentira que sostenía nuestro cuento de hadas, nuestro universo inmutable y protegido, quieto como el calor de ese abrazo materno o paterno al que siempre podíamos regresar como quien lo hace a un lugar secreto en el que nada malo puede suceder. Descubrir que los Reyes Magos son los padres es el primer y doloroso paso que nos catapulta sobre el mundo real, a partir de ese momento dejamos de creer y empezamos a aprender a descreer, se acaba el eterno recreo de la infancia y nos convertimos en unos cínicos.

La magia que cabía en esas noches de Reyes es uno de esos tesoros que guardaremos para siempre en algún rincón del sur de la memoria, en ese territorio imposible y cálido donde la verdad se viste con los tiernos ropajes de la fabulación. En nuestro afán por recuperar aquel paraíso perdido de la infancia nos convertiremos en embellecedores de recuerdos. Y recordaremos haber visto cómo la sombra de un gran camello se dibujaba sobre la pared del salón o haber escuchado el desorden de unos regios pasos sobre el pasillo. Aunque nada se acercará ni de lejos a aquella ilusión infinita del niño que se acuesta sabiendo que, mientras duerme, tres reyes venidos de Oriente cruzarán su sueño para depositar los regalos que abrirá a la mañana siguiente, con los ojos como platos y la emoción pura de estar asistiendo a un nuevo hechizo. 

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