HUMOR GRÁFICO Los accidentes del verbo

Picardías

Rodera ILEÓN 11 de febrero de 2024

A principios de siglo –y por motivos que no vienen al caso– traté con un fulano que quiso cultivar marihuana en su piso, cosa que, como es sabida, requiere gran cantidad de recursos no solo hídricos. Así que trucó la conexión eléctrica para que el contador… no contara. Pero no solo a su vivienda. A todo el bloque. Doce familias. El caso es que durante años NO PAGARON ELECTRICIDAD. Ninguno. Ni mucha ni poca. Nada. Durante ese tiempo nadie gutió –no busquen gutir en el diccionario. Es un verbo que me hace mucha gracia, medio asturiano, que significa replicar o rechistar–. A nadie le pareció raro. Nadie preguntó. Nadie reclamó. Al final tuvieron que pagar todo a la vez con las estimaciones y tal, claro. Una pasta. Pero cuento esto por su parecido con el episodio de las uvas del Lazarillo. ¿Somos todos pícaros por activa como el de Tormes o por pasiva como los despistados vecinos del inquilino aficionado a la botánica? Me parecía mal –o más bien, me parecía un eufemismo– que llamaran pícaros a ladrones o sinvergüenzas contrastados: como decirle polémicos a auténticos asesinos de masas, pero, pensándolo bien, los pícaros de la literatura son unos hijos de puta que quieren ser como los profesionales o peores y se dedican a optimizar su técnica. El buscón Pablos sabe que es malo y lo repite varias veces. De hecho escribe la última palabra sobre el tema afirmando ser consciente de que no va a cambiar nunca con uno de los mejores finales de la literatura universal: pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres. Donde pone lugar se puede decir despacho o partido. Se acusa a Quevedo de aceptar –o promover– cierto determinismo social: su protagonista de baja extracción es malo por ello y por defecto y nada puede hacer por ser bueno o noble. Justo en los años en que el Duque de Lerma decidió mudar la corte de Madrid a Valladolid para pegar –y vaya si lo pegó– un pelotazo en la venta de –sus– terrenos, Quevedo perfeccionaba allí, en la provisional capital del imperio, su conocimiento del mayor timo de todos los tiempos: estudiaba Teología. Pícaros. Qué risa.

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