Tribuna de Opinión Desde el valle

Música para cigüeñas

Cigüeña en un campanario de un pueblo.

Cada año vuelven al mismo nido. Ellas son las mismas. Con sus mismas parejas. Cada año se reproducen y tratan de dar de comer a sus crías hasta que las echan del nido con violencia para que aprendan a volar. Si detectan que alguna de ellas es más débil y que no saldrá adelante son capaces, incluso, de tirarlas para que mueran de golpe en vez de prometerles un calvario a futuro. Así de lúcidas son. Varias veces he visto sus cuerpos estrellados contra el suelo. Dejan de respirar, sin más, y muy pronto algún gato aparece para limpiar el cadáver y comer algo más que un topillo de los que salen de noche cuando los pocos humanos que quedamos, agotados de pensar qué será de nosotros si no llueve, si viene otra helada temprana o si la paga no llega, nos retiramos a descansar.

Estos días que empezamos a arar para preparar los huertos y la siembra, ellas aparecen para acompañar el dibujo de los surcos. A quienes tienen tractor y son capaces de rasgar el terreno con la profundidad suficiente para que las hendiduras sean grandes, las cigüeñas les tienen un especial cariño. El tractor va y viene con una destreza envidiable y son decenas las que se acumulan a su paso. Con el pequeño motocultor que usa mi padre ya son menos, tal vez una, o dos, que vienen a buscar un alimento acaso más precario o por lo menos escaso. No nos acompañan por amor, sino por hambre. A cada herida en la tierra hay miles de bichos que salen a la luz, frescos, y son un nutriente excelente para ese pico eterno que las caracteriza.

Se alimentan de lo que removemos para después plantar y roban lo que pueden para hacer aún más fuertes esos nidos que dejaron el año pasado al emigrar. Ramas, plásticos, cartones, casi todo les vale para las paredes de una casa a cielo abierto que, a pesar del viento furioso que promete el invierno, no caerán.

En mi pueblo es posible que ya habiten más cigüeñas que gente. Y sería verosímil que las cigüeñas ya hubiesen sobrepasado la media de la tasa de natalidad española de este año, la más baja desde 1941, en un contexto de Guerra Mundial. Quizás sea porque ellas están tranquilas, sencillamente vuelan y buscan sustento sin preocuparse de si mañana habrá suficiente. Alguien moverá de nuevo la tierra, confían. Si ves cómo caminan con sus patas de bailarina por el medio de la carretera sin apenas tráfico de mi pueblo te das cuenta que no conocen el estrés que las hipotéticas madres del siglo XXI manejan.

No hay niños, dicen. Pero yo quisiera preguntarles si estamos siendo capaces de crear un nido lo suficientemente fuerte como para que no lo arrastre el vendaval. Y me pregunto si tendremos un atisbo de lucidez animal para analizar las causas antes que las consecuencias y atacar desde ahí. Es difícil ser canal de vida cuando se mira al futuro con desesperanza, sin proyección, esperando no ya crecer, sino evitar una caída aún mayor. Nuestra guerra actual es por la imaginación: hay miles de mujeres y hombres que temen la llegada de un ser a su cargo porque apenas son capaces de mantenerse a sí mismos. Perdimos la red de contención, la calma y la conexión con nuestro poder más sublime. La ciencia avanza y la reproducción asistida es ya el gran negocio de estos tiempos siniestros: podemos continuar el pulso contra la naturaleza pero, en general, ella siempre ha sido más fuerte y sabia que toda nuestra inteligencia. Quizás valdría más escucharla y reequilibrarnos con ella. Recordemos, para empezar, algunas palabras hermosas: crotoreo, por ejemplo, esa es la música que producen las cigüeñas. 

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