Mentiras piadosas

Fechas en que nos ponemos moraos a dulces y luego pensamos en el gimnasio.

Tampoco estoy tan gorda. Soy una mujer rellenita, eso sí, pero a mi chico le encantan mis curvas. O eso dice, no sé, a veces pienso que ya no me desea. Siempre me explica con dulzura que las mujeres tienen que tener las caderas anchas para poder procrear como Dios manda, que es algo genético y que la naturaleza es muy sabia. Dice que lo escuchó en un podcast de ciencia e historia, que no es una de esas mentiras piadosas que argüimos para consolarnos a nosotros mismos o a la gente que queremos. Dice que en ese programa aseguraban que, desde el principio de los tiempos, los hombres siempre han preferido mujeres obesas, por eso mismo, porque son las mejor preparadas para perpetuar la especie. También dice que es una conducta atávica y que la obsesión por tener cuerpos delgados solo es pasajera. ¿O es que no has visto las mujeres que pintaban Rubens y Goya? Pues entonces, anda, no seas boba, que no me gusta verte triste o acomplejada por esa tontería, que los problemas de verdad son otros, añade. Sí, me dice todo eso, pero no me toca. Luego me da un beso en la mejilla. Ya son las doce, buenas noches cariño, le escucho decir antes de irse a la cama. Y yo sólo pienso: hoy tampoco me ha tocado.

Las imágenes catódicas que brotan del televisor derraman una luz nerviosa y caleidoscópica sobre la sala. Zapeo sin ton ni son, e imagino con lacerante ironía lo que ocurriría si un buen día el mando a distancia dejase de funcionar y cada vez que quisiera cambiar de canal tuviera que hacerlo levantando toda mi gordura del sofá. Renuncio a buscar una respuesta que ya conozco y, esbozando una triste sonrisa, murmuro: soy la definición exacta y hecha carne de la palabra indolencia. Aunque, casi al instante, mi rostro se ilumina de nuevo. Ya está bien de fustigarme, se acabaron los lamentos y la autocompasión. ¡Gorda sí, patética nunca!, exclamo para mis adentros. Luego recojo con determinación los pedazos rotos de dignidad que yacen esparcidos por el suelo y me recompongo animosamente para ir a la cocina en busca de la tableta de turrón que duerme en la alacena, bajo una caja metálica en la que guardo las infusiones.

El primer trozo lo devoro con urgencia. El segundo también, pero ahora cierro los ojos mientras se disuelve dentro de la boca. El tercero ya lo disfruto de vuelta en el sofá. Total, no nos engañemos, si ya sé que me la voy a jalar enterita. No pienso perder ni un segundo en elaborar estériles justificaciones que distraigan mi conciencia, hoy no, esta noche paso de farsas, que mi conciencia y yo ya nos conocemos de sobra, me reafirmo mientras devoro con regocijo el siguiente trozo. Cuando aún voy por la mitad de la tableta recuerdo aquello que dijo Oscar Wilde: “Puedo resistirlo todo, excepto la tentación”. Otro pedazo, y luego otro que mastico abriendo la boca y haciendo ruido con exageración. El último no lo como inmediatamente, lo abandono sobre la mesa unos minutos, para que crezca el anhelo de introducírmelo en la boca y bañarlo con mi saliva, para comprobar cómo el deseo puede ser tan enorme como la tentación. Finalmente alargo la mano y, con un fulminante gesto de depredadora, acabo con los restos de cacería.  

Ya son las dos y media. Soy insomne, y esto me provoca una ansiedad que únicamente sacio comiendo. Sólo ha sido un poco de turrón, no creo que por darme este gustazo se acabe el mundo. Además, así de claro: qué le den morcillas a la dieta y al terapeuta. Total, nadie se va a enterar. A ver si ahora va a resultar que son los demás los que van a imponer lo que yo haga o deje de hacer con mi vida y en mi propia casa. Es más, cuando lleguen los anuncios me hago unas palomitas en el microondas. Y voy a pillar también una cervecina.

Hace rato que terminó la comedia romántica que echaban por la tele. ¿Qué hora será? Joder, estoy tan gorda que hasta me cuesta alcanzar el móvil que está sobre la mesa. Y claro, las chicas que salían en la peli eran todas guapísimas y con unos cuerpazos de muerte. No te fastidia, que si que más da, que si lo importante es la belleza interior, que si solo estás un poco rellenita… Odio esa palabra: rellenita. Además de ser la más estúpida de las mentiras piadosas es una cursilería. Y por eso no paso. En fin, me voy a la cama, mañana será otro día, mañana empieza un nuevo año y pienso machacarme en el gimnasio.

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