Memorias de la montaña (XV): el mar
Para nuestros antepasados de principios del siglo XX el mar era una ensoñación imposible que muchos no llegarían a conocer nunca. Para los más afortunados de nuestros abuelos fue el destino de su viaje de novios, o de aquel otro anhelado viaje en familia después de haber alcanzado los beneficios de una clase media emergente durante años de esfuerzo y privaciones. Para los menos favorecidos de aquella generación de posguerra el mar fue en cambio ese inmenso océano tras el que se encontraba la promesa de un futuro mejor, esa vasta frontera liquida que se interponía entre la pobreza y América.
Los niños de los años 70 y 80 que crecimos en la montaña lo hicimos más cerca del mar, pero todavía seguía siendo un territorio casi tan legendario como el que aparecía en las novelas de Stevenson, un manto infinito de agua azul y quieta que rodeaba todas las islas del tesoro que cabían en nuestra imaginación. Cómo aquella isla de Kirrin en la que los cinco de Enid Blyton vivían todas esas aventuras que nos desvelaban cuando las leíamos por la noche en la cama, que nos atrapaban irremediablemente hasta que el cansancio nos alcanzaba y transportábamos al mundo de los sueños toda la trémula emoción que escondían aquellas páginas. El mar también cabía en las películas de piratas y en esas otras de submarinos que nos fascinaban tanto, en Vicky el vikingo o en Verano azul, en los cómics del Corto Maltés o en aquellos enormes libros de historia que hablaban de legendarios conquistadores y que ojeábamos en la biblioteca del pueblo.
Para nosotros el mar seguía estando lejos, quizás no tanto como para nuestros abuelos, pero llegar a escuchar el murmullo de las olas seguía teniendo mucho de odisea. Para alcanzar los mares del norte había que atravesar altas cordilleras, circulando por carreteras imposibles que se abrían paso entre desfiladeros llenos de curvas y vértigo. Para llegar a las playas de Asturias, Cantabria o Galicia teníamos que cruzar puertos mareantes como el Pontón, San Isidro, San Glorio, Las señales o Los Ancares. Si emprendíamos camino hacía el sur lo que teníamos que cruzar era un país entero, con sus interminables llanuras y sus cielos horizontales. En cualquier caso eran unos viajes eternos dentro de aquellos coches diminutos en los que cabían los niños, la abuela y las maletas; en los que tu madre rezaba un Padre nuestro al empezar la ruta como quien ejecuta un antiguo ritual para asegurarse cierta protección divina durante el camino; en los que si te tocaba un camión delante no había manera avanzar y solo quedaba la resignación para poder combatir el tedio; en los que los adultos fumaban sin parar y los niños también fumaban pasivamente sin parar; en los que jugabas con tus hermanos al veo veo o a adivinar de que provincia eran las matriculas de los coches que se cruzaban en la carretera; en los que los más pequeños siempre terminaban mareándose y vomitando; y en los que ya llegando a la meta y agotados se escuchaba preguntar a tu padre o tu madre que a ver quien era el primero que veía el mar, para así mantenernos expectantes y entretenidos durante los exasperantes últimos tramos de aquellas expediciones a la playa que eran, en definitiva, ese acontecimiento familiar y anual que llamábamos vacaciones.
Pero una vez allí el mar nunca defraudaba las ilusiones engordadas durante todo el año. Los adultos bebían y comían con alegría, paseaban por la orilla de la playa o leían sentados en su hamaca. Los niños construíamos efímeros castillos de arena o íbamos con nuestro caldero y nuestro retal a pescar pequeños peces, cangrejos o quisquillas en las mismas rocas donde ahora solo encontramos colillas y botellas de plástico. Y alguna vez hasta tuvimos la increíble suerte de que aquel familiar lejano que era pescador nos dejará ir con él en su pequeña barca a pescar pulpos a la ría. Nunca olvidarás ese momento en el que tu hermano mayor subió una de las cuerdas que se lanzaban al mar con una piedra y una nécora atada sobre ella como cebo, y como al hacerlo apareció un enorme pulpo enroscado sobre sí mismo que todavía se retuerce en tu memoria, extraño y fascinante como una criatura de otro planeta, tendido sobre la madera flotante de aquel bote.
Todas aquellas insospechadas crónicas marinas que nos habían tenido tan ocupados en esos días de vacaciones eran luego contadas a los amigos con exagerada evocación y un atisbo de chulería infantil, antes de quedar finalmente guardadas en el mismo rincón del armario en el que ya descansaban también bañadores y caracolas de mar. Porque al llegar el invierno el mar volvía a ser lo que siempre ha sido en la montaña, ese remoto paisaje inventado por algunos y soñado por otros, ese mismo lugar al que ahora regresamos de tanto en tanto para sumergirnos bajo su piel salada y entender la belleza de aquellos versos que escribió el poeta: ‘A veces ola y otra vez silencio’.