Irse al carajo

Un termómetro con altas temperaturas.

Ya están marrones, amarillentos. Ya están rendidos al próximo golpe de viento. Cuando llegue, que llegará y ojalá que no sea en forma de huracán, sus hojas se convertirán en pasto para la tierra. Y nos servirán, también, para nutrirla y esperar que la nueva cosecha venga más fuerte. Eso, o rezar, porque sería bueno empezar a pensar nuevas fórmulas para lograr que el agua penetre mejor en una tierra cada vez más compacta por la falta de humedad. Esas hojas secas también las reutilizaremos para que las malas hierbas lo tengan algo más difícil para salir y molestar a las buenas. Los árboles están ya vestidos de otoño y, al mismo tiempo, ni hay viento ni hay niebla ni hay depresión por frío. Al revés. Los árboles están vestidos de otoño y las temperaturas superan los treinta grados a mediodía. Y las terrazas siguen repletas en las ciudades pero aquí, en el campo abandonado, sabemos que algo anda mal y que sí, nos estamos yendo al carajo, aunque pocos sean claros.

Mi perra me mira cansada cuando salimos a caminar. Me quiere decir, dónde vamos, por qué no para este calor, dónde hay agua. Y, sobre todo, cuándo se termina el verano en esta nueva época en la que hablamos de anomalía térmica para decir que nunca habíamos alcanzado estas temperaturas en estas fechas en nuestro país. Que nos estamos yendo al carajo, vaya. Qué escándalo decirlo, qué escándalo. Por el clima, sí, pero también por la desigualdad absurda con la que convivimos como si no pasara nada. Igual que miramos el otoño en las ramas de unos árboles desconcertados, así, con esa calma, somos capaces de soportar que solo en Europa el 0,5% más rico posea el 19,7% de la riqueza total y haya aumentado su fortuna en un 35% en la última década. 

Con esa misma calma asumimos que el nuevo Pacto de Migración y Asilo que se está debatiendo en Bruselas sea un retroceso en materia de Derechos Humanos. Mientras se debaten repartos de personas como si fueran números molestos, la isla del Hierro recibe en casi dos días a mil personas que, a la desesperada, prefirieron montarse en un cayuco terco ante el oleaje que mantener la posibilidad de la nada misma en su vida y su futuro. En mi libro Poder migrante escribí que quienes tienen el arrojo para tratar de llegar hasta aquí sabiendo que lo más normal es morir por el camino no deberían verse como un problema, sino como una oportunidad. Porque hará falta mucha valentía para enfrentar los tiempos que vienen, mucha capacidad de adaptación, como la que muestran quienes huyen para abrirse camino de nuevo muy lejos de casa. Aún así seguimos argumentando que para qué los queremos aquí, si somos demasiados. Y lo pensamos con la misma certeza que miramos esas hojas amarillas fuera de contexto. Curiosamente lo que somos realmente es demasiado viejos para mantener nuestro bienestar. Se calcula que en 2050 habrá tres millones menos de trabajadores potenciales en España y 6,5 millones más de jubilados, es decir, población mayor de sesenta y cinco años. Yo que ya viví en un país donde las pensiones se convierten en agua entre los dedos sé muy bien lo que significa ese horizonte. Y no es lindo.

Mientras nadie señale las hojas amarillas de los árboles nos acostumbraremos a la anomalía térmica en vez de gritar por tierra, mar y aire que nos vamos al carajo y que hoy, más que nunca, debemos dar un golpe de timón urgente. Empezando, por ejemplo, por dejar de medir el PIB en función del crecimiento económico. Empezando, por ejemplo, por mirar con otros ojos a quienes dejan todo atrás y pueden venir a salvarnos en vez de a inundar de miedo nuestras calles. 

Porque las hojas caerán, pero nuestra estupidez parece ser eterna.

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