Fumar

Un cigarrillo.

Uno comenzó a fumar para, entre otras cosas, emular a los grandes del cine. Edward G. Robinson, Bogie, Lauren Bacall, Glenn Ford, Cary Grant, Marlene Dietrich, Bette Davis o James Stewart convirtieron el adictivo hábito en una cuestión de estilo. Y uno, que pretendía vivir las mismas pasiones que aparecían en la pantalla, aprendió a fumar como esos tipos, aprendió a hacerlo como si cada vez que encendiera un pitillo el mundo se parara y con la primera calada arrastrara también los ojos de la chica que le gustaba. Por supuesto, los tiempos han cambiado y ahora en las películas solo fuman los villanos o los europeos. 

Para los que fuimos niños en el siglo pasado, los mismos que fuimos a EGB, convivir con el humo de nuestros padres era algo absolutamente normal. Hablamos de una época en la que tu padre o madre te mandaba a comprar una cajetilla de Ducados al estanco como quien te manda a por un kilo de tomates, en la que la publicidad del tabaco estaba por todas partes; en la que todos nuestros héroes fumaban, ya fueran vaqueros de cine, políticos inventando la Transición, ese tío tuyo que volvía de la mili o ese desgarbado futbolista holandés que había revolucionado el juego. Fumaba el médico en su consulta y el profesor mientras daba clase, el novio de tu hermana y los paisanos más mayores sentados en el banco del parque con su pitillo de liar en la boca y sus manos cruzadas y apoyadas sobre un bastón. Puede sonar a tópico, pero en un viaje a la playa en el R12 familiar, con la abuela y tus tres hermanos sentados atrás, y con tus padres en los asientos de delante fumando sin parar durante todo el trayecto, uno tragaba tanto humo que lo de fumador pasivo sería una broma ingenua en comparación a aquellos permitidos e inconscientes atentados contra la salud de la infancia.

Para nuestros padres y abuelos fumar no solo era algo que estaba totalmente legitimado, sino que empezar a hacerlo era uno de esos imprescindibles tránsitos hacia la madurez que cualquier chaval debía de afrontar. Cuando en una reunión familiar o en el bar del pueblo encendías tu primer pitillo en público pasabas a formar parte de forma inmediata de ese club al que solo tienen acceso los mayores, ya eras uno más entre ellos y se te trataba como tal. 

Pero claro, pasa el tiempo y uno empieza a sufrir los achaques del tabaco. El fumador ya no es ningún héroe para nadie y se convierte en un tipo cada vez más aislado por una sociedad que ha cambiado profundamente y lucha contra este veneno que hace ricos a unos pocos a costa de la salud de muchos. Y después de unos cuantos años dedicados al pernicioso hábito del tabaco un buen día te das cuenta de que fumar no tiene nada de sexy... y, además de lastrar cualquier acto que implique cierto esfuerzo físico, resulta que también es un vicio tremendamente adictivo y muy difícil de abandonar. Y en eso estamos, tratando de dejarlo. Aunque tampoco estaría mal que nos replanteásemos esa paranoia social que ha terminado por condenar a los fumadores al gueto mientras, por ejemplo, se olvida de condenar algo tanto o más perjudicial (en este caso para la salud mental) como el pensamiento único que pretende coartar nuestra libertad de elección.

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