Estadística y democracia

Una urna electoral de una votación a junta vecinal en León.

Como no dejamos de preguntarnos cómo hacer para que nuestro mensaje llegue al público, y el modo en que sería necesario explicarlo para que dejara de ser marginal, me ha parecido oportuno realizar una pequeña incursión en el tema del márketing, y más concretamente en el márketing de las ideas.

Saber de estos temas no mejora la enfermedad del cinismo, pero ayuda a no preguntarse tan a menudo por qué las cosas parecen estropearse a toda velocidad. En este caso se trata de marketing aplicado a la política, o las ideas, así que no esperéis grandes dosis de ética ni tampoco mucho catecismo moralista. Se trata de presentar las cosas como son y eso no es siempre agradable.

Cuando le quieres vender algo al público, hay que tener en cuenta los distintos segmentos en que se divide la población. Se puede segmentar el público por edad, por sexo, por renta y hasta por grado de calvicie. Y también se lo puede segmentar por grado de cultura, conocimiento del tema, o deseo de informarse sobre los problemas que puede acarrear algo aparentemente deseable.

Los grupos humanos, aunque no todos suelen ser, en su mayoría y a nivel estadístico, homogéneos y gaussianos, o sea, que se ajustan más o menos a una distribución normal o campana de Gauss.

Como vamos a vender política, o ideas, nuestra campana, muy similar a otras que pueden trazarse, va a tener amplias gradaciones, pero intentaremos resumirlas.

¿Cuántos convencidos hay?

En todo grupo de población hay aproximadamente un 5% de personas muy difíciles de convencer de algo. Esto puede ser porque se informan exhaustivamente, saben mucho del tema, o porque son simples fanáticos de la idea contraria y no están dispuestos a aceptar razonamiento alguno. No es una crítica: todos lo somos en algún tema, y esto es aplicable también al resto de grupos.

En todo grupo hay también un segundo segmento, de aproximadamente el 10% que es tremendamente reacio a ser convencido. Es gente informada, que comprueba la información que recibe y/o tiene fuertes convicciones. Se les puede convencer, pero a un coste de tiempo y esfuerzo altísimo.

En cualquier grupo existe asimismo una tercera fracción, de aproximadamente el 15%, que lee, se informa, pregunta, pone pegas, discute, rebate, y puede ser convencida tras un moderado esfuerzo.

“Lo que opinen los demás”

En cuarto lugar, con zonas mixtas en sus dos extremos, tenemos al grupo central, de un 40% de la población, que forma sus opiniones basándolas en las de la mayoría. Son gente que opina lo que opinen los demás, no levanta la voz, viste a la moda, compra el coche del que le han hablado mejor, ve la serie de la que todo el mundo habla, tiene el móvil que tienen sus amigos y considera, en general, que nadar contra corriente es una cosa un tanto indecorosa que genera mal rollo en las comidas de empresa y los cumpleaños familiares.

Por el lado contrario de la curva sucede un poco lo mismo: hay un 15% de personas que aceptan bastante bien la publicidad y se creen con cierta facilidad lo que se les diga, si va bien envuelto, un 10% que se cree cualquier cosa con mayor facilidad aún y que lleva a gala seguir a los medios mayoritarios, y un 5% que se cree cualquier porquería que les cuenten, y que todos conocemos por Twitter y los grupos de Whatsapp, por ejemplo, porque son los que repiten esas 'fake news' que nadie más se tragaría, ni siquiera el día de los Santos Inocentes.

La cuestión es que estamos en democracia y que cualquier estratega electoral sabe que no es necesario llegar al total de la población para gobernar un país. De hecho, según el sistema electoral, basta con alrededor del 40% de los votos emitidos para tener mayoría absoluta. Y a menudo con menos, aunque algunos sistemas presidencialistas lleguen al 51% de exigencia.

En esas condiciones, ¿vale la pena invertir tiempo y esfuerzo en las personas que se informan y contrastan los datos? ¡Para nada! Alguien que hiciese semejante cosa estaría despedido antes aún de empezar la campaña.

Convencer sin esfuerzo alguno

Lo racional y efectivo es dedicar toda la inversión y el esfuerzo a la gente que no lee, a la gente que no se informa y a la gente a la que le da pereza pensar, sobre todo si se trata de temas complejos y hasta contraintuitivos, como la escasez energética, el clima, las alianzas militares, etcétera. Los que razonan y debaten no suman, nunca, más votos que los que no lo hacen, y si el esfuerzo que cuesta convencerlos es triple o cuádruple de lo que costaría convencer a los otros, no tiene sentido debatir nada con ellos. En todo caso, se puede invertir una porción de los recursos en ridiculizarlos para que el grupo medio, el que prefiere no discutir, se aleje de su mala sombra y su olor a 'frikis aislados', pero ni un céntimo más allá de eso.

Así las cosas, creo que el camino está claro: seguir debatiendo y seguir informando sobre asuntos complejos, pero sin falsas aspiraciones. Los temas complejos, farragosos y contraintuitivos son muy costoso en tiempo y esfuerzo.

La crisis que viene

La crisis que viene no tiene sólo sus raíces en la energía y la irrupción de la inteligencia artificial: también en la imposibilidad material de verse en el espejo de un sistema que da prioridad política a quienes desean dejarse influenciar, sin reflexión, por cualquier grupo de poder. Hoy en día, todos sospechamos que ningún gobierno democrático del mundo sería capaz de sacar una ley que perjudicase seriamente a Google, por ejemplo.

Por eso, la variedad ideológica llega a donde llegan los intereses de los que disponen de los recursos para fomentarla o tolerarla, pero ni un palmo más allá. Otra cosa no tendría sentido.

Y no es una conspiración: es una simple cuestión de márketing. En democracia nadie necesita a los bien informados para gobernar. Son irrelevantes.

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