Escribo a ciegas

El interior de uno de los bares de León, todavía funcionando con el apagón nacional.

El mundo tal como lo conocíamos ha desaparecido y la oscuridad se ha adueñado de los días. El instinto de supervivencia no entiende de perplejidades y los hombres y mujeres que lo habitan pronto se olvidan de añorar la luz y comienzan a organizarse. Surgen las tribus, los atavismos, los ritos, el comercio y las luchas de poder. Y se revelan las pasiones humanas, las de siempre, las que nos empujaron a salir de la caverna, aquellas que han escrito nuestra historia y nuestro errático o sublime devenir a través del tiempo, los pilares del alma: la capacidad para amar, odiar, crear, imaginar, destruir… 

En esa nueva y primigenia sociedad hay también espacio para algunos héroes. Son los primeros sabios, los tuertos en el país de los ciegos. Es un mundo de proporciones bíblicas donde caben el bien y el mal. Y donde el mal parece ir ganando la batalla. Porque la locura comienza a extender su manto de paranoia sobre unos hombres desesperados y rendidos a la evidencia de saberse definitivamente olvidados, condenados a vivir dentro de su oscura alucinación. Y llega la muerte. Pero también aparecen los primeros elegidos. Y con ellos la mitología. Y se gestan los primeros versos de la épica. Finalmente, cuando los incautos moradores de ese reflejo perversamente distorsionado de aquella otra civilización que parecía tan quieta dentro de sus certezas y rutinas cotidianas ya casi se han adaptado con resignada inercia a la nueva realidad, un grupo de ellos descubre una salida, el primer fuego. Y se hace la luz.

Evidentemente las líneas que acaban de leer son una fabulación. Aunque en el mundo real pudo suceder algo parecido, concretamente en el opresivo espacio de un pequeño submarino. Creo recordar que fue en agosto del 2000 cuando el Kursk, un sumergible del ejercito ruso, se hundió en el océano. Todos sus tripulantes murieron agónicamente después de pasar varios días atrapados en sus entrañas de metal, mientras el mundo asistía angustiado a su fatal destino. Cuando finalmente lo reflotaron, el sofisticado submarino se había transformado en un enorme ataúd lleno de fantasmas. En los bolsillos de uno de aquellos hombres se encontró un pedazo de papel escrito. El texto decía así: “13.15. Todos los tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas”. Estas palabras, garabateadas con desesperada precisión en medio del horror, son tan inquietantes como un teléfono sonando en un cementerio. Y esa última frase, escribo a ciegas, resume el miedo atroz e íntimo que comienza cuando nos quedamos solos en medio de la oscuridad, cuando las sombras comienzan a danzar sobre el silencio llenando la noche de negros presagios.

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