Arrepentíos, hermanos
Hay pelea, ruido de sables, cuotas que cumplir, mediciones de longitud de alcance, ruido. Hay balones fuera, tácticas desatadas, imposición de reglas, estrategias trasnochadas, bocanadas de aire entre un río de escombros. Y en ese revoltijo de dudas, de desafección y suspiros de impotencia aparece esta foto y a mí se me cierra la boca del estómago. A través de ella recuerdo por qué el pasado 23 de julio hubo una ola que paró el desastre. Pero qué rápido los seres humanos olvidamos nuestras poderosas razones. Tan rápido como podríamos volver a tenerlas. Quizás consista en repartir esa foto y entender entonces por qué es necesario unirse para ser fuerte, apretar bien los brazos para que no haya grietas, para que no pasen entre nuestra trinchera. En vez de eso somos cada vez más porosos, débiles.
Y quizás el problema sea que desde Madrid estas fotos se diluyen. Porque no es lo mismo teóricamente saber que hay personas al mando que no respetan los derechos humanos en las tierras olvidadas que vivirlo en carne propia. No es lo mismo saber que ser mujer en una cultura que te quiere callada y vestida de negro campa cada vez más a sus anchas en esta tierra alejada que hablar de feminismo rodeada de la multiculturalidad que ampara las manifestaciones del 8M en las grandes capitales. No es lo mismo crecer a la sombra de Cristos tan altos como mi desesperación que verlos procesionar de lejos entre millones de ofertas alternativas que van desde el cine al teatro, pasando por museos y bares notables. No es lo mismo teóricamente oponerse a la extrema derecha que tenerla en frente cada día. No es lo mismo.
Y en esa foto en la Catedral de Astorga, la ciudad en la que me crié, el poder toma su posición porque ha sido votado. La milicia, el obispado, la extrema derecha, la derecha tradicional y la Semana Santa toda haciendo gala de su colmillo afilado. Atornillando victorias mientras convierten la magia de nuestros montes en un lodazal o perdemos cada vez más frecuencia y calidad de trenes en nuestro entorno y en conexión con el oxígeno que es a veces Madrid para quien no puede respirar otra cosa que penitencia y calumnias. Porque en Madrid te diluyes, en Madrid puedes ser rojo, en Madrid, es verdad, de alguna manera puedes ser libre. Y por eso hay derechas que ganan el relato: porque en su mentira hay un gran sello de verdad que sólo notan quienes están dolidos, agraviados, hartos de todos, tan hartos que ya sólo les queda creer en sus propios verdugos.
La política es una pocilga en la que también hay flores. Pero para que crezcan es necesario cuidarlas con esmero y poniendo mucho cuidado en la elección del abono que vamos a utilizar para hacerlas brotar sin quemarlas. Parece que olvidamos que si no nos unimos en cada rincón de este país quienes peor lo van a pasar son los de siempre: los olvidados, los nadies, los dueños de nada, los que valen menos que la bala que los mata. Lo dijo Galeano, sí, pero es probable que la frase valga para siempre.
Si la extrema derecha avanza es porque nuestros brazos tienen grietas. No nos lo podemos permitir y, sin embargo, ay, sin embargo, cuántos lujos nos damos sin calibrar la medida del golpe que nos puede aturdir. Quizás sea porque los búnkeres están comandados por quienes nunca caerán al piso, por quienes ya han olvidado este molesto abandono del que otros venimos.