Alegríes
El primer fin de semana de octubre fue terrorífico. Cuando abro los ojos suelo alargar la mano para que la radio que tengo al lado comience a contarme cómo está el mundo. Mientras la voz me llega veo el monte en frente. El Teleno se dibuja como una promesa extraña: una cima modesta y segura por donde horas más tarde se marchará el sol.
El sonido de la radio es desolador. La violencia más infame afila sus dientes en Oriente Próximo. Civiles masacrados, secuestrados, torturados, exhibidos, mutilados. El horror que en pocas horas, al asomarme al televisor o a la pantalla del teléfono, podré ver en directo aún viviendo en una pequeña aldea de la España abandonada.
El domingo comenzó igual o peor. Esa noche ya no pude dormir. Le daba vueltas y vueltas a la cabeza. Ninguna novedad: la muerte, las desgracias, las guerras, el odio y la peor cara de la humanidad están vivas todos los días en algún punto del mundo. Pero, a veces, logramos no pensarlo.
Para olvidar toda esa maldad, hago lo que Rodrigo Cuevas canta en su último disco ‘Manual de Romería’: “Allá arribita pego yo un grito / Es todo lo que necesito / pa’ ver el mundo más bonito”. Y el lunes, después del insomnio del domingo dando vueltas en una cama demasiado grande para tanta incertidumbre, la buena noticia llegó como aparecen las cosas inesperadas.
El asturiano obtuvo el Premio Nacional de las Músicas Actuales. Y yo inmediatamente le escribí a mi amiga Macarena Trigo, que no sólo es actriz, escritora y dramaturga, sino que también es el oráculo de Delfos en lo que a estrellas con talento internacional se refiere. Ella, en Argentina, yo, a pocos kilómetros del pueblito de Rodrigo Cuevas: “Che, tenías razón. Me hablaste de él cuando apenas lo conocía nadie”.
Y ella, mi amiga menos famosa pero la más sabia de todas las que he conocido fuera de cócteles, premios enormes y egos desorbitados, me recordó otra vez, sin decirlo, que el arte verdadero no suele estar en las alturas, sino en la tierra más cercana. Está en la fibra que nos toca más dentro y surge cuando logramos convertirla en algo universal pero irrepetible a la vez. Eso hace Rodrigo Cuevas y eso hace también Macarena Trigo.
Cuando estoy tristísima leo libros como los de mi amiga –el último, por cierto, publicado por la editorial leonesa Mrs Danvers–, o veo obras como las de Claudio Tolcachir o, ahora, también, escucho discos como Manual de Romería. Y con ese trabajo, en particular, me siento en casa. Yo también decidí hacer mi hogar en una aldea casi vacía pero donde está ‘todo lo que necesito’. Ojalá esa ‘dinamización rural’ que plasmamos en informes, discursos y artículos académicos se haga carne con ejemplos como el de Cuevas.
Lo esencial y básico está más cerca de lo que pensamos. Pero no es nada si no logramos compartirlo con quienes tenemos alrededor. Por eso Rodrigo Cuevas está poniendo en marcha la Benéfica de Piloña en Asturias y, mientras tanto, va cantando por donde le dejen en qué consiste revisitar la tradición para reapropiársela y hacerse grande desde ahí mismo, desde el núcleo de lo que fuimos, somos y seremos. Su lucha es contra el abandono de las zonas rurales; su motor, la acción comunitaria. Pero, por encima de todo, alegríes después de mucha lágrima por no encajar en casi ninguna parte. Y por eso, Rodrigo, tu arte nos salva. Incluso cuando escribo estas líneas al escuchar que cuarenta bebés han sido decapitados. ¿Real o arma de guerra? En cualquier caso alguien imaginó ese escenario y lo supo poner en la mente del mundo entero. La Humanidad está de luto. El arte, la creación conjunta, es lo único que supo esquivar alguna vez a la barbarie. Sigamos desde esa certeza.