Hermanos Alvarado: la aventura de crear la industria láctea de España desde Villablino

Ventura y Juan Alvarado

Luis Álvarez

Juan y Ventura Alvarado, profesores en la Escuela de Sierra Pambley en Villablino, ligaron su vida de forma permanente a la comarca de Laciana, tras nacer huérfanos en Vivero (Lugo). Ambos fueron destacados expertos nacionales en el estudio y aplicación de técnicas lácteas y sus derivados, pioneros de una revolución agraria

Reproducimos aquí un artículo publicado en el periódico local de Villablino, La Montaña Leonesa del 31 de octubre de 1959 (páginas 10 y 11) en que se narra un viaje de trabajo de 15 jóvenes alumnos de la Escuela de Sierra Pambley de Villablino a Madrid para participar en los trabajos del Concurso Exposición Nacional de Ganado Vacuno. Su interés radica al narrar unas curiosas anécdotas de los hermanos Alvarado y sus alumnos.

El alumno en cuestión, que solo firma con sus iniciales MG, puede ser Manuel Gancedo Otero de San Miguel de Laciana o Eduardo Maceda Gago de Villaseca, ambos de la onceava promoción de la Escuela de 1911 a 1914, en cuyos listados no se encuentran más nombres coincidentes. Está transcrito tal y como fue publicado, sin alterar ni grafía ni puntuación, solo se incluyen dos textos entre paréntesis aclaratorios, que no existen en el texto original

“Relato de un viaje”

“Ahora que muchos desayunan en Europa y cenan en el continente americano o viceversa, y los científicos de los espacios siderales se dedican a explorar el camino para visitar la Luna, puede resultar pueril o ingenuo que yo siente a escribir un relato – con vistas a su publicación – de las impresiones de un viaje que hice a Madrid en el año 14 (1914); pero la añoranza de unos días inolvidables vence todos los reparos. Lo que siento es que mi pobre pluma no se halla a la altura de mi intento.

Asistía yo entonces a la Escuela Sierra Pambey de Villablino, regentada a la sazón por los hermanos Alvarado cuya memoria no necesita mis encomios; sin embargo diré que a mi juicio, Don Ventura también fue acreedor de que su nombre figura en una calle de Villablino. Le gustaría ver unido su nombre al de su hermano en el título de la que lleva el nombre de este, puesto que unidos trabajaron ambos por el progreso del país. La Escuela - Mercantil y Agrícola – desarrollaba el plan de preparar a sus alumnos para el comercio y la Agricultura y recibíamos además lecciones teóricas y prácticas para la fabricación de quesos y manteca, dada la importancia que tienen estos productos en una región ganadera.

En esta especialidad eran técnicos de fama nacional aquellos profesores, razón por la cual ocupaban cargos importantes en la Asociación General de Ganaderos del Reino, cargos que les obligaban a desplazarse alguna vez, generalmente alternando entre ellos.

Un buen día de los primeros de mayo nos anuncia Don Juan que iba a celebrarse en Madrid durante la segunda quincena de aquel mes un concurso nacional de ganados de varias especies, que su hermano y él tenían allí una misión relativa a los análisis de la leche de las vacas expuestas y a la elaboración de manteca con dicha leche y que, como necesitaban auxiliares entrenados en estos trabajos, habían pensado que fuesen con ellos varios de sus discípulos si los padres daban su consentimiento.

Resuelto este trámite previo, nos dieron instrucciones, nos hicieron advertencias – que todo era necesario – y nos aconsejaron que llevásemos madreñas por ser calzado práctico para el suelo mojado por el chapoteo constante de las máquinas mecánicas para la obtención de la manteca. Por lo tanto dentro de un cajón que formaba parte de nuestro equipaje, se pusieron quince flamantes pares de madreñas. Todo estaba previsto; los jóvenes pueblerinos no acertaríamos a movernos en la Corte sin guía y lo llevamos de Villablino; exalumno de Sierra Pambley, un camarada más experto, competente prueba de ello es que siempre se destacó en el gremio de los adinerados de su pueblo – su nombre es Don Joaquín R Valcárcel.

Las vías de comunicación han mejorado mucho desde aquella época. El ferrocarril del Bierzo aún no existía, la carretera de Rioscuro a Piedrafita estaba en construcción por lo que aún no circulaban por dicha carretera que empalmaba con la de Babia, los estupendos autocares de línea que tan agradable sensación me causan cuando ahora les veo pasar; para servicio de correo y viajeros se contaba entonces con una diligencia de ocho a diez plazas que comunicaba a Villablino con La Robla por la ruta de Omaña. De lo cual se deduce que fueron necesarios dos vehículos para la expedición, uno el ordinario y otro extraordinario, y en una mañana de mediados de mes, después de una noche de insomnio producido por la emoción, avanzábamos camino del puerto de La Magdalena, pero no se nos ocurrió decir: “Adiós, montes de Barroso! ¡Adiós valle de Laciana! (parte de una copla popular lacianiega).

Bien es cierto que la ausencia iba a ser corta y no debíamos pensar en despedidas. En Aguasmestas relevaron los tiros y a media tarde llegamos a La Robla, donde nos esperaba Doña Luisa, la esposa de Don Juan, mujer de vasta cultura, que solía sustituir en clase a su marido – y a veces a Don Ventura – cuando se ausentaban por cualquier motivo. Aunque el objeto de nuestro viaje era el que queda dicho, es preciso reconocer que nuestros profesores querían que aprovechásemos todas las coyunturas para ver cuanto ofreciese algún interés, por lo que, mientras llegaba la hora del tren, nos llevó Doña Luisa a visitar la cerámica que tenía y aún tiene cierta nombradía.

En la mañana del día siguiente, con tiempo espléndido, Nos apeamos en la madrileña estación del Norte adonde había acudido Don Juan para recibirnos a todos, a su esposa y a nosotros. A pie nos dirigimos a una fonda de la céntrica y casi tranquila calle de la Aduana. A mi por lo menos, en aquel recorrido dentro de la Capital de España, me contrariaba grandemente que, a efectos de dos noches sin dormir, los párpados me pesaban como si fuesen de plomo y no me permitían recrear la vista como esperaba. El hospedaje era muy adecuado para nosotros. El dueño, asturiano, también tenía taberna, y allí llegaban, entre otros clientes, paisanos suyos para tomar unos vasitos de fino Valdepeñas y, al mismo tiempo charlar un rato de Asturias. A veces entonaban canciones de la “patria querida” y después se iban a otra parte con el fardo de la nostalgia.

A nuestras habitaciones no llegaban ruidos que nos perturbasen el sueño; sin embargo en las primeras jornadas andábamos vendidos de cansancio. Durante las horas libres del trabajo, deambulábamos por la urbe movidos por la curiosidad y por las noches no éramos capaces a renunciar al teatro. Recuerdo el Apolo y el Romea y podría contar algo de lo que vimos en ellos. En cambio el cine no nos interesaba porque era aún muy joven y todavía no hablaba.

Lógico y natural era que visitásemos a Don Francisco Sierra Pambley que vivía en Madrid, quien, después de hacernos algunas preguntas, nos dio unos duros para gastarlos en horchata, bebida que no conocíamos.

Tampoco debo silenciar que recibimos también atenciones y agasajos de otros lacianiegos que residían en Madrid, entre los cuales había antiguos alumnos de Sierra. Los señores Alvarado tuvieron la gentileza de invitar a los profesores y a nosotros a una merienda campestre en La Moncloa desde donde fuimos a un café de las afueras a terminar la fiesta y, al final, Don Juan dirigió sentidas frases de gratitud a los promotores de aquella reunión.

Otros señores nos invitaron a sus casas para obsequiarnos con pastas y licores y tengo una idea confusa de que en una de estas ocasiones nos ofrecieron más que un bocadillo; nos sirvieron la cena. De lo que conservo claro recuerdo es que, después de consumir lo que fuere, nos preguntó el dueño de la casa si alguno de nosotros sabía cantar y, en efecto, uno de mis compañeros cantaba regular y no se izo de rogar demasiado. Después se les ocurrió decir que yo también cantaba. Y era cierto que me gustaba cantar cuando estaba solo o ante gente de mi confianza, porque sabia el refrán que dice que “el que canta su mal espanta”, pero también es cierto que nunca tuve aptitudes de cantador. Tanto insistieron que me vi en la necesidad de complacerles, particularmente por nuestro anfitrión que mostraba mucho interés y me miraba con mezcla de compasión y simpatía al ver mi apuro.

También vimos el bello espectáculo del relevo de la guardia del Palacio Real, el Hipódromo en una tarde de carreras y el parque zoológico y destinamos una tarde al Museo del Prado y otra al de Historia Natural bajo la directa guía de Doña Luisa que, por ser conocida del Jefe de éste último centro, nos dio extraordinarias facilidades para nuestra visita. Creo oportuno decir que, por un inesperado viraje del destino, Doña Luisa terminó sus días como empleada de dicho museo.

La exposición había terminado y nuestro cometido estaba realizado, pero en el plan turístico nuestros amables y amados profesores nos tenían reservada una sorpresa gratísima, que voy a referir aunque altere el orden cronológico. Después contaré algo de lo que recuerdo del concurso.

Se trataba de llevarnos al aeródromo de Cuatro Vientos para que viéramos a los hombres volar y, como no conocíamos los aviones, la noticia nos alegró sobremanera y allá nos fuimos acompañados de Don Juan, en un coche que, por su tamaño, debía estar destinado al alquiler para excursiones. Don Juan era el director de la Escuela y su compañía nos producía extraordinaria satisfacción.

Recuerdo que a un lado de la carretera había unos edificios con los patios abarrotados de cañones de artillería, por fortuna inactivos entonces. El campo de aviación distará dos o tres leguas de Madrid. Es extenso y descubierto para estar a tono con su nombre. Me parece que no había arriba de media docena de frágiles aparatos; de los cuales vimos algunos elevarse y aterrizar. Después de unos momentos de actitud contemplativa, Don Juan avanzó – y nosotros junto él – hacia uno que estaba dispuesto para despegar, y su piloto, sentado en la cabina, atento y amable nos explicó el funcionamiento de los mandos y la misión del observador. Tan atento y tan amable estuvo que mis compañeros y yo sospechamos que nuestra visita estaba anunciada en el aeródromo.

Hace un rato que me pregunto: ¿por qué me interesaron aquellos esqueletos de animales prehistóricos, los cuadros famosos de pintores celebérrimos y las explicaciones del piloto sino soy naturalista, ni pintor, ni aviador? Pero ya encontré la respuesta: por este afán tan humano de conocer lo desconocido. Si no existiese tal afán no se explicaría el fantástico intento de llegar a la Luna, porque supongo que no piensen traer de allí ni miel, ni azúcar, ni cosas parecidas.

El lugar escogido para el concurso queda cerca de la estación del Norte; era una explanada, entonces fuera de la zona urbanizada. Así como la actual Feria del Campo supera a las de años anteriores, según los periódicos, yo quiero suponer que aquel concurso aventajó por su organización a todos los celebrados anteriormente. Por eso la afluencia de público era realmente considerable, aunque la entrada tenía su precio.

Una cosa – quizá fuese novedad – que llamaba mucho la atención era la elaboración de manteca en plena exposición. Con este objeto habían construido en el centro del recinto un tendejón sobre columnas, delimitado con una empalizada, de manera que desde fuera se veía todo lo de dentro. A tal propósito quiero referir una anécdota.

Era la primera vez que estábamos allí. Me parece que nos dedicábamos a poner en orden los utensilios. Entre la multitud de visitantes que miraban y observaban, observé a mi vez a un par de tipos de esos que en Madrid llaman pollos. Uno de ellos, mas enterado sin duda, iba diciendo a su compinche el objeto de la desnatadora, el de la mantequera, etc. De pronto, el que escuchaba preguntó, indicando las madreñas que estaban muy presentadas en el cajón destapado: “Y aquello, ¿para qué sirve?”. “Son las hormas para la manteca” – contestó su amigo –

Suponía yo entonces que el hacer la manteca a la vista del público solo constituía un atractivo de la exposición y no alcanzaba a comprender que tenía otra finalidad mas importante cual era divulgar aquel procedimiento, porque allí acudían gentes de la mayor parte de las provincias españolas.

En aquel local teníamos dos vecinos franceses, representantes de una casa, también francesa, que exhibía maquinaria para industrias lácteas. Del trato con aquellos hombres, que hablaban castellano, nació cierta confianza y aprovechamos la oportunidad para probar nuestro poquito francés estudiado en la Escuela, que ellos escuchaban con agrado y corregían si era necesario.

Una mañana que nos encontrábamos varios ayudantes con Don Ventura en el local de los análisis – este si era un local de verdad -, situado a un costado de aquella concentración heterogénea, circularon rumores de que el Rey iba a visitar el concurso. Y, en efecto, de súbito, apareció junto a nosotros Su Majestad Alfonso XIII, alto, un poco pálido, la chistera en la mano; era el mismo que yo había visto en tantas fotografías y revistas. Seguidamente Don Ventura empezó a explicarle el cómo y el porqué de las distintas operaciones para averiguar el tanto por ciento de materia grasa que contiene la leche. Mientras Don Ventura hablaba S. M. hacía pequeños movimientos asintiendo y dando a entender que lo comprendía todo. ¿Qué no comprendería Don Alfonso XIII?

Para dar una explicación al Rey era necesario palparse la ropa, como decimos aquí, y era corriente que se inmutase el mas sereno; sin embargo en la negra y copiosa barba de Don Ventura, tan familiar para nosotros, no noté síntomas de alteración.

Era tal el concepto que teníamos de nuestros profesores que no nos causaba extrañeza que hablasen con el Rey y que tuvieran tanta intervención en un concurso nacional de ganadería.

Una de las últimas tardes del mentado mes de mayo, dejamos aquel Madrid con sus manuelas y sus simones, con los organillos que funcionaban en las calles y tantas otras cosas que alegraban su ambiente, y en la del día siguiente volvimos a pasar el puerto de La Magdalena en dirección inversa, con el bagaje del recuerdo imborrable de unos días felices.

 M. G.

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