Verano en la pantalla

El verano no es tiempo de ir al cine. Si acaso en las grandes ciudades, donde la gente escapa del agobiante calor que desprende el asfalto refugiándose al amparo del aire acondicionado de las salas. Pero no en nuestra tierra, aquí es tiempo de abocarse a las noches azules, de colmar las terrazas de la zona vieja o de acercarse al pueblo para pasear bajo el leve murmullo de los árboles o bañarse en el río. El verano es tiempo de inventarse de nuevo y vivir nuestra propia película.
Aunque el cine también nos ha cautivado desplegando infinitos veranos sobre la pantalla, derroches de calor que se han instalado para siempre entre nuestros recuerdos. Hay veranos habitados por la nostalgia de las primeras veces, como aquel Verano del 42 (1971), la cinta de Robert Mulligan que narraba el despertar sexual de un adolescente atraído por una bella mujer que acababa de perder a su marido en la II Guerra Mundial. Del mismo director es ese otro verano sureño y asfixiante, como la sociedad prejuiciosa que nos muestra, que podemos ver en Matar a un ruiseñor (1962). Siempre gravitará en nuestra memoria la figura cordial, íntegra e insobornable de Atticus Finch, el abogado interpretado por Gregory Peck que se obstina en defender a un hombre negro acusado de violar a una joven blanca. En otra villa sureña, dominada por un magnate que encarna el impetuoso Orson Welles, acontece la historia, basada en varios relatos cortos de William Faulkner, que unió a Paul Newman y Joanne Woodward: El largo y cálido verano (1958).
Otras veces, las altas y sofocantes temperaturas atraviesan la pantalla y nos arrebatan, sumergiéndonos en un mundo de deseos y oscuras tentaciones, como ocurre en la inquietante Fuego en el cuerpo (1981), una cinta que revitalizó el cine negro a principios de los ochenta. También hay crímenes en Nadie está a salvo de Sam (1999), de Spike Lee. Aunque, en este caso, es un asesino en serie el que llena los tabloides mientras una gran ola de calor invade la ciudad de Nueva York.
Otros veranos permanecen en algún rincón del pasado, al abrigo de otras edades, como el que se nos revela en Cuenta conmigo (1986), esa mirada sensible y evocadora que nos habla de la amistad y de la pérdida de la ingenuidad. También American Graffiti (1973) nos sitúa en esa jodida edad en la que hay que empezar a tomar decisiones. George Lucas escoge a unos jóvenes que disfrutan de la última noche del verano de 1962 para contarnos los sueños de su generación.
Y aquí, en nuestro país, otros adolescentes sueñan con un paraíso del que les separa una autopista, un padre en el paro o un piso de cuarenta metros, mientras vagabundean por la gran ciudad con los bolsillos tan vacíos como las calles de Madrid en agosto. Son Manu, Javi y Rai, los tres amigos que protagonizan Barrio (1998), la conmovedora cinta de Fernando León de Aranoa. En otro barrio periférico, un niño gordo y avispado nos cuenta el verano urbano de su familia en la entrañable Manolito Gafotas (1999).
Y en fin, aquí les dejo una pequeña y subjetiva lista con algunas de esas historias cinematográficas que convirtieron al verano en un personaje más de sus tramas: Vacaciones en Roma (William Wyler, 1953), Un verano con Mónica (Ingmar Bergman, 1953), Atrapa a un ladrón (Alfred Hitchcock, 1955), Dos en la carretera (Stanley Donen, 1967), El rayo verde (1986, Éric Rohmer), El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999), Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001), Primos (Daniel Sánchez Arévalo, 2011), Moonrise Kingdom (Wes Anderson, 2012), Verano 1993 (Carla Simón, 2017)… Hay muchas más, pero como aventuré al principio de este artículo, seguramente las mejores están en la calle, esperando que alguien anide en ellas y las haga crecer.