Luis Mateo y Antón Díez, dos creadores octogenarios: “El cuerpo pesa, la mente se resiente y la imaginación te salva”

Luis Mateo Díez (izquierda) y Antón Díez, con sus libros 'Guardián de ruinas' y 'Mi hermano Antón', en la exposición del segundo 'Caballeros de salitre'.

César Fernández

León —
1 de febrero de 2025 22:10 h

Bastaba con escarbar en las laderas del monte para que aparecieran latas de sardinas. La Guerra Civil se plantaba de repente en forma del recipiente de un alimento recurrente entre los soldados ante los ojos de los niños de los años cuarenta. Los hermanos Antón Díez (Villablino, León, 1941) y Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) crecieron sin ser del todo conscientes del escenario: compartiendo ratos con presos en el calabozo y viendo libros requisados en la Casa Consistorial, donde su padre, Florentino Agustín Díez, ejercía como secretario. “La nieve no era blanca; era negra”, evoca Antón Díez sobre el impacto visual del carbón en el Valle de Laciana, de donde salieron entre el influjo de la posguerra, la herencia de la Institución Libre de Enseñanza y el desarrollo económico vinculado a la minería dos creadores, el primero artista plástico y el segundo escritor. Ahora vienen en los últimos meses de publicar Guardián de ruinas (Eolas Ediciones) y Mi hermano Antón (Reino de Cordelia) repitiendo la fórmula de la infancia: cuando uno ilustraba y el otro escribía.

¿Cómo fueron las circunstancias para que ya de niños se diera una complicidad que derivaba en aquellas publicaciones?

Luis Mateo Díez: Desde niños se suscitó un compromiso: uno escribía y el otro dibujaba. En seguida hubo un lugar de encuentro y eso estableció una relación especial. Había una gran dependencia de recuerdos comunes y la dependencia que se establece entre cómo lo que uno escribe alimenta lo que el otro ilustra y lo que el otro dibuja alimenta lo que uno escribe. Y ahí empezó.

Antón Díez: No hay un planteamiento. Surge todo mucho más espontáneamente porque él escribe y yo dibujo. Nosotros pertenecemos a un ámbito, marcado por los cuentos y los tebeos, en el que hay un sentido de la publicación de cosas que están hechas en papel, grapadas y que se venden. Y sucede como un juego natural.

L.M.D: No es inocuo que yo escriba cositas y Antón dibuje. Al final resulta que yo derivo y acabo siendo un escritor. Y Antón deriva y acaba siendo un creador plástico.

¿Y esas vocaciones estaban claras desde niños?

A.D: Admitimos todo. Pienso que ese periodo, que se prolonga hasta en la adolescencia, es muy generoso. Hay también una especie de sentido de la representación, de crear escenografía. Eso va surgiendo. Y si a mí me gusta actuar, pues actúo...

L.M.D: Había ciertos alicientes creativos en aquellos dos seres diminutos. Con esa naturalidad que dice Antón, esos dos hermanos iban fraguando un compromiso personal tan intenso que no derivaba solo en los afectos, sino en las creaciones, que miraban el mundo y las cosas de una manera particular y hacían menudencias.

A.D: Nos llevábamos muy bien, pero eso no fue voluntario sino natural. El consorcio creativo que puede surgir de ahí venía dado.

L.M.D: Eso da cierta peculiaridad a una relación fraterna y que fluye. Todo eso sucede en una atmósfera familiar propicia. Vivíamos en un medio extremadamente privilegiado. No había halagos, pero había unos padres que tenían la sensación de que allí había dos niños curiosos.

¿Qué decía don Floro (su padre, Florentino Agustín Díez, fue secretario sucesivamente del Ayuntamiento de Villablino, la Diputación de León y el Ayuntamiento de Madrid e impulsor del germen de lo que hoy es el Instituto Leonés de Cultura)?

A.D: Había una aceptación natural.

Nos llevábamos muy bien desde niños, pero eso no fue voluntario sino natural. El consorcio creativo que puede surgir de ahí venía dado

Antón Díez Artista plástico

L.M.D: Le parecía no solo bien, sino curioso que le hubieran salido aquellos dos pájaros tan peculiares. Y eso se veía mucho más de manera ostensible en lo que hacía Antón, porque Antón sí que era un niño especial capaz de hacer con las manos y en sus invenciones cosas bastante llamativas. El otro era un niño tal vez más concentrado, que tomaba notas o contaba alguno de sus precarios sentimientos.

Aquel era el contexto familiar. ¿Pero cómo era el contexto de la vida en el que se mezclaban la dureza y la represión de la posguerra con la influencia en el valle de la Institución Libre de Enseñanza y el desarrollo económico vinculado a la minería del carbón? ¿Hasta qué punto dos niños de corta edad van asimilando aquel escenario?

L.M.D: Eso llega más tarde, obviamente. La nuestra es una infancia en la inocencia absoluta. Lo que puede haber son huellas en esos niños de elementos duros, trágicos, terribles. Estaban en el desván, estaban en las razias que hacían por los montes, los guardias que llegaban buscando a los maestros que parece que habían tenido problemas. Pero mi padre tenía un sentido especial, más allá de vivir dentro de la situación sin mayores contrariedades. Y sabía que se podían hacer labores interesantes para que toda aquella dureza se paliara o fuera más razonable. Y él provenía del institucionismo. Había estado avalado de joven en Madrid por un pariente, Adolfo González Posada, el que se responsabilizó de que fuera allí a estudiar. Él era un prohombre. Y mi padre tenía ese trasfondo. Nosotros vivíamos un cierto asombro y fascinación con los presos que había en el calabozo. Y pasábamos ahí con ellos un rato. Pero no la conciencia de lo que pudo ser luego la Institución. La conciencia más explícita de todo eso es muy posterior.

A.D: Posteriormente sí te das cuenta de que hay cierto criterio de armonía en cómo se gestiona esa infancia. Se crean grupos de niños y niñas muy amplios, en los que tenemos amigos que son hijos de mineros... Y eso posiblemente sí está marcado por una acción favorable de la gestión de toda esa educación anterior que tuvo. Después hicimos un libro, Laciana: suelo y sueño, con un amigo fotógrafo, Manolo Rodríguez. Y caímos en la cuenta de que efectivamente perduraba una herencia muy fuerte no tanto como ideología, sino como modo de estar.

L.M.D: Había en el valle una conciencia fuerte a la que mi padre contribuyó mucho. Porque tenía esa formación de vertiente institucionista y con un sentido liberal, más allá de ser un hombre de la situación. De lo que participábamos o de lo que pudimos en algún sentido enriquecernos es de una fuerte conciencia de vecindad: niños que venían del monte, hijos de mineros... Había una conciencia muy unitaria y eso sí que marcaba mucho. Y eso es un elemento de cultura que ese valle había asimilado: el privilegio de haber tenido allí una manera de educar que era el institucionismo.

A.D: Eso enriqueció mucho esa infancia

¿Y la vertiente de crecer en una cuenca minera? ¿Hasta qué punto marca esa circunstancia?

L.M.D: Mucho. No de una forma de distinguir esto y lo otro. Porque lo que era sustancial era ese acorde afectivo de todas las infancias en una infancia: los que corrían desde arriba de la corralina o venían abajo a la estación. El mundo minero tenía dentro de esa infancia una gran fascinación. Mi padre hablaba del prado y la mina. La parte ganadera era como un poco paradisíaca, como del pasado: las vacas, la leche, la manteca, todos los hojaldres, todo eso que parecía un mundo mítico. Y la realidad era el mundo minero. Lo que te impactaba eran los mineros: un trabajo y un esfuerzo muy duro, casi tan excesivo que parece incomprensible. Y luego vimos de niños algún accidente crudo, y la muerte en el trabajo.

A.D: Me acuerdo de algunas aventuras por el monte. Íbamos a ver dónde habían matado al padre de uno de nuestros amigos. Nunca se definía del todo la escena. Había un mundo que realmente entraba de algún modo en nuestro interior.

La parte ganadera era como un poco paradisíaca. Y la realidad era el mundo minero. Lo que te impactaba eran los mineros: un trabajo y un esfuerzo muy duro, casi tan excesivo que parece incomprensible

Luis Mateo Díez Escritor

L.M.D: Había gente a la que había matado el grisú. Y había gente que estaba tocada en la salud por haber vivido en la mina el trabajo, silicóticos, con unas marcas azuladas en las huellas de la piel. Y para unos niños como poco algo sensibles, unos merlucillos como otros cualquiera, eso pertenecía a las observaciones de la realidad

¿Cómo fue luego la adaptación a León desde Villablino ya en la adolescencia? ¿Fue un cambio grande? ¿Cómo lo recuerdan?

A.D: Yo no tengo tanto esa transición porque me voy fuera.

L.M.D: Hay una ruptura fuerte. El día que marchamos de Villablino hubo una nevada terrible. No pudimos venir por la carretera de Babia ni de Omaña, sino que tuvimos que ir a Ponferrada y bajar en el tren. Hubo una sensación total de desamparo. Parece que vas perdiendo algo que pertenece a un sentido de las relaciones, de la vida y de las amistades. El encuentro con León para mí es muy desolador. Luego eso va cambiando. Aquí no había ni un amigo al que encontrar. Y creo que eso enriquece mucho la experiencia de la vida. No es nada trágico ni que te haya traumatizado. Pero sí fue duro. Y luego empezó la adolescencia y éramos unos niños de León, unos niños urbanos. La infancia y la adolescencia tienen muy fácil la pérdida de los recuerdos que luego los recobras con el tiempo. De aquella los pierdes y no pasa nada.

A.D: Y encuentras amigos a veces parecidos a ti, con trayectos similares. Y vuelves a crear esa naturalidad para una maravillosa relación con los amigos. Te vuelven a salvar de nuevo los amigos: la tropa esa, que es importantísima, heterogénea y maravillosa.

L.M.D: La conexión del bien absoluto que hay en eso y, además, se instaura ya de manera radical en nuestras vidas, porque venía de lejos, es la amistad: el valor de la amistad, el valor de un amigo por encima de cualquier otra cosa.

¿Y con hermanos que son tan cercanos entre sí se entabla una relación de hermanos, de amigos o de las dos cosas?

A.D: Son las dos cosas. Mateo es también un amigo. Además, confluimos con los amigos. Formamos esa cofradía.

L.M.D: Antón se fue y vino. Antón tenía además una gran capacidad de cuidador. Yo era más débil o más reservado. Eso siguió con el mismo ritmo. Y ahora puedes leer Mi hermano Antón y es el resultado de tantas otras cosas.

¿Quién llama a quién cuando hay buenas o malas noticias?

A.D: Posiblemente yo le llamo con buenas noticias, quizás más que con malas noticias.

L.M.D: Hay una ilusión grande de llamar cuando hay una buena noticia. Y en eso hay bastante correspondencia.

A.D: Lo otro lo cuentas. Más que llamar para la mala noticia la convives. Y a tu hermano, que es el amigo también, le transmites las preocupaciones.

L.M.D: Luego es curioso porque algunos de los momentos más dramáticos de nuestra vida los hemos pasado juntos, en una coincidencia a veces insólita y un tanto inquietante. Cuando ha llegado algún momento radicalmente trágico como ha habido en nuestras vidas, hemos coincidido.

A.D: Y eso atestigua que siempre ha habido una unión.

¿Qué diría hoy don Floro si los viera ahora, con exposiciones por la provincia, con un hijo Premio Cervantes...?

L.M.D:  Hombre, sin alterarse mucho porque siempre tuvo un punto enorme de sentido común y de discreción, sería feliz. Yo creo que el momento más de vacío que he podido sentir de él y de mi doña Milos (Milagros Rodríguez), de mi madre, es cuando ingresé en la Real Academia. Porque sé lo que para él supondría como amante de las palabras y un maestro en todo ese mundo de lo imaginario y de la realidad de las cosas, de cómo nombrarlas.

¿Más incluso que con el Cervantes?

A.D: La Academia es muy importante.

L.M.D: Yo creo que sí. Yo sentí la falta de mi padre y de mi madre mucho más ese día cuando caminaba por ese pasillo con el que te van a recibir en la Academia que el día que me llamaron para el Cervantes. Tuve una suerte, además, muy grande. Y eso sí es un regalo de la vida. Cuando me dieron el Premio Nacional de Narrativa, el primero por La fuente de la edad, me había surgido un viaje a Nueva York y yo me iba con Margarita (Álvarez, su esposa) y coincidía ese día con la entrega. Desde el Ministerio me dijeron que delegara en alguien y fueron mis padres. Mi padre tuvo en sus manos el Premio Nacional de Narrativa. Se produjo la enorme suerte de que fuera también Premio Nacional de Poesía Francisco Brines, que era una persona que a mí me quería mucho y con la que yo tenía una gran amistad. Y fue para mis padres un acompañamiento muy cariñoso.

Repite mucho Luis Mateo que es ya un octogenario. ¿Hay una frontera vital grande en los 80?

A.D: Cuando has mantenido una relativa consistencia creativa sí se produce un fenómeno. Yo analizo siempre las edades en bloques de diez años. Cada decenio es muy peculiar: hay una entrada difícil, un asentamiento y una salida golpe. En los 80 hay una dualidad: la cabeza la tienes muy preparada, tienes 100.000 voltios más de claridad, pero hay un componente muy duro, que es el físico, que se desploma de una manera inquietante. Y hay un poco de desolación. Mateo dice que el cuerpo pesa. Tiene unas frases muy buenas.

El momento más de vacío que he podido sentir de que no estuvieran vivos mis padres es cuando ingresé en la Real Academia. Más que al recibir el Cervantes

Luis Mateo Díez Escritor

L.M.D: La cuestión es cuando el cuerpo te lleva o tú tienes que llevarlo. Y entonces ese peso incordia mucho y, además, te hace frágil, más débil y más vulnerable. Y yo repito mucho, con cierta coquetería o ironía, la idea del octogenario viudo. La viudedad es otra condición, distinta, terrible, ruinosa cuando se ha extinguido una parte de los afectos iniciales. Pero es otra vida. El viudo es un ser un poco ridículo, pero tiene unas opciones vitales de existencia por la condición de haber reencontrado a lo que llamamos el ser humano solo. Y para lo que estamos predestinados es para estar solos: no para degustar la soledad, sino para estar solo. Y eso, como condición, tiene sus alicientes.

El cuerpo pesa. ¿Y la mente a qué velocidad viaja?

L.M.D: El cuerpo pesa y la mente se va por donde va la gana.

A.D: La eficacia que puede haber en la mente tiene un inconveniente, que es que le preocupa lo físico y empieza a haber otra angustia. Y vas acumulando inconvenientes.

L.M.D: El cuerpo pesa, la mente se resiente y la imaginación te salva.

A.D: Esa es la mejor definición.

L.M.D: Esa potencia del alma, como dice el diccionario de la Real Academia en un tono un tanto pasado de rosca, es el elemento crucial. Lo que te salva es la imaginación. Y donde puedes encontrar una parte del destino de cómo se puede seguir viviendo.

Y también insiste en diferenciar repetición de reiteración.

L.M.D: Porque vivir es repetir actos de vida. No todos los días vamos a cazar leones al África salvaje. Vivir es asumir la rutina y la condición de eso que llamamos lo cotidiano. Y ahí no hay graves descubrimientos. El problema es que la imaginación lo que te permite no es repetir sino reiterar. Repetir es una manera tal vez de desgaste y, sobre todo, en la creación, de aceptación, de resignación a una cierta liquidación de lo que vas haciendo. Pero reiterar es una manera de indagar o de poder profundizar o de acabar yendo más lejos de donde has ido. La reiteración no tiene nada que ver con la repetición. El día en que como creador repites ya se ha acabado. Pero cuando el creador Antón reitera en su expresión plástica elementos cruciales en sus obsesiones creadoras, es que está avanzando.

Llegan los premios. Hay quien los acoge con cierta frialdad. “Yo estoy encantado de haberme conocido”, ha dicho Luis Mateo

L.M.D: En la vida un elemento importante es el reconocimiento. Si eres muy pagado de ti mismo, muy soberbio y estás muy subido, todo reconocimiento te parece poco. Cuando digo que vendí el alma al diablo el día que supe que la creación estaba por encima de la propia vida, pues oye: te la has jugado. El día que me dieron el Cervantes, yo andaba un poco despistado, me preguntaron qué tal, y respondí: “Pues estoy encantado de haberme conocido”.

A.D: Nuestro trabajo a veces necesita que te digan que está bien. No es imprescindible. Pero sí que hay un momento en que necesitas que eso se reconozca. Hay una satisfacción. Y otra cosa importante: todo lo que al final creas y haces, a la larga no lo haces para ti mismo ni para ti solo; hay algo que tú lo conviertes en un elemento de comunicación.

L.M.D: Escribes para ti mismo, pero hay un espejo que son los que van a recibir lo que haces. Si lo que haces no encuentra destinatario, puedes pensar que qué cosa tan poco agradecida.

Terminamos cerrando el círculo, hablando de premios cuando aquellas obras iniciales ya eran muy exitosas.

A.D: Había gente que se sentía curiosa ante eso y se interesaba. Yo creo que estaban contentos.

Nuestro trabajo a veces necesita que te digan que está bien. No es imprescindible. Pero sí que hay un momento en que necesitas que eso se reconozca

Antón Díez Artista plástico

L.M.D: Nosotros tuvimos el éxito antes de tiempo. Y con eso ya estábamos resarcidos. Si había una admiración pequeña en lo inmediato y nos daba hasta unas perronas, unas pesetas... Yo me hice un vicioso de las bolas de anís.

A.D: (Risas)

L.M.D: El éxito, además, se esparcía por cómo la gente te quería y te admirada; y cómo los amigos avalaban aquellas cosas, y las niñas se extasiaban un poco.

A.D: Cuando el verano pasado Mateo acabó de leer Las lecciones de las cosas en Sierra Pambley (en Villablino), se acercó a mí un rostro como en cinemascope. Yo fui ajustando su fisonomía. Me dijo: “Toño, ¿quién soy?”. Y dije: Luis Manuel (Valcarce). No lo veía desde niño.

L.M.D: Hemos tenido este verano, con motivo del Cervantes, la experiencia de ir a esos valles, Laciana, Babia, Omaña y Luna, por el requerimiento de esos paisanos tan íntimos. Era como un homenaje que no hay premio mayor en la vida porque era reencontrarte con el cariño, la emoción y la admiración de aquella gente que pertenecía a tu vida. Unos eran mayores, como tú, y otros eran hijos, nietos... Era como si todos lo asumieran, como si a toda la gente le hubieran dado ese premio. Fue nada comparable con las sensaciones de cualquier otro premio o de que te traduzcan a otras lenguas. En la parte íntima fue volver a donde fuiste un niño. 

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