'Últimas palabras'
Su madre le tendió el cuaderno con los ojos llorosos y el gesto desolado. «Esto estaba en su mesita». El adolescente reconoció la libreta que le había regalado a su abuelo por su noventa cumpleaños. Recordó las últimas palabras anotadas en su ordenador: habían sido “envernizo”, “foceras” y “trébede”. Las que aparecían en el cuaderno de su abuelo eran “hacker”, “selfi” y “procrastinar”. Curiosamente la última aparecía sin su significado. La letra temblorosa indicaba que habría procrastinado la tarea sine die.
Con el cuaderno en la mano, Mike (así le llamaban para diferenciarlo de su abuelo Miguel) recordó la mirada preocupada de su abuelo cuando una semana después de que el estado había decretado el estado de alarma, él gritaba compulsivamente:
-¿Quién ha cogido mi móvil? Mamá... abuelo... ¿Habéis visto mi móvil?
A Mike, en aquel momento, los nervios lo atenazaron como las garras de un depredador. Sudores fríos recorrieron su espalda. Un vacío ocupó su estómago, sintiendo latigazos en las sienes y una respiración acelerada acompañada de taquicardias. La falta de oxígeno le provocó sensación de sequedad en la boca y una tos seca. Su madre rápidamente buscó el teléfono al que le habían dicho que tenía que llamar. Pero Mike, que la vio, le gritó que no tenía el coronavirus, simplemente era que no encontraba su teléfono. Cuando después de poner su habitación patas arriba, al fin apareció en el baño, el abuelo miró con cariño y preocupación al adolescente y pensó que algo había que hacer. Mike, un poco arrepentido por su histeria, observó el movimiento de cabeza de su querido abuelo y su mirada consternada.
De aquello hacía un largo y eterno mes. Mike ahora pensaba que aunque no podía salir de casa, tampoco era tan mala la cuarentena, su madre no le reprochaba estar largas horas sumergido en internet y por otra parte había perdido de vista a sus profesores una temporada. Un día, después de permanecer toda la mañana enganchado al teléfono, y de ver cómo durante la comida su madre enumeraba nuevos casos de contagio, -muchos de ellos amigos y compañeros de partida de su abuelo-, Mike empezó a mirarle con nuevos ojos. ¿Y si él fuera el siguiente? El joven se recordaba agarrado de su mano durante muchos años camino del colegio, escondido detrás de sus piernas cuando pasaban al lado de aquella casa deshabitada, en sus brazos llorando después de que su madre lo hubiera obligado a comer las odiosas acelgas o buscándolo tras los cristales en sus primeros días en la piscina cuando tanto miedo tenía a ahogarse. Y no olvidaba tampoco que, cuando aquella tormenta en el campamento amenazaba sobre su infantil cabeza, eran los brazos de su abuelo los que echaba de menos. Y por supuesto las propinas a escondidas de su madre, que le conducían invariablemente a la tienda de chucherías.
Quizás fueran estos pensamientos los que le llevaron a aceptar la propuesta de su abuelo cuando, un poco aburrido de estar encerrado en casa, el anciano le ofreció participar en un juego. Miguel había sido maestro, leía mucho, pero cada vez que Mike le oía resoplar con la prensa en la mano, sabía que se había encontrado una nueva y desconocida palabra, casi siempre un anglicismo relacionado con las nuevas tecnologías. Y entonces, aceptó el juego: se trataba de hacer un intercambio de palabras desconocidas para uno u otro. Cada palabra que el abuelo se encontrara en su lectura diaria del periódico y cuyo significado desconociera, le pediría a su nieto que se la explicara, y a cambio el anciano le regalaría una de aquellas palabras antiguas que ya nadie utilizaba y que sin duda desaparecerían. Mike aceptó el juego, más por complacer a su abuelo que por verdadero interés, y a partir de ese momento cada uno guardó las palabras a su manera: Mike en una carpeta de su ordenador, mientras su abuelo apuntaba las suyas en aquella libreta con su cuidada caligrafía de maestro de escuela. Solía escribir al lado el significado porque era consciente de que su memoria era cada vez más evanescente.
Fueron engrosando respectivamente sus listas y eso les sirvió de excusa para aprender en una y otra dirección. Miguel desconocía el funcionamiento de los bits, los qubits, las startup, el crowdfunding o networking y se rebelaba cuando alguna palabra como meeting podía ser sustituida por encuentro, reunión o asamblea. Mike no sólo aprendió el significado de marmita, columbrar, sementera, morrillo o tenada, sino que supo de muchas labores y afanes sobre un mundo a punto de desaparecer.
Y, por eso, aquella infeliz mañana, después de ver el desolado rostro de su madre, las lágrimas de Mike emborronaron la inútil palabra procrastinar.
* 'Últimas palabras' es un cuento publicado dentro de la iniciativa lanzada por la asociación cultural El Pentágrafo e ILEÓN.COM para recoger relatos con temática relacionada con la actual crisis ocasionada por el coronavirus Covid-19.
Su autora es Mari Cruz Martínez Mallo, maestra de primaria, licenciada en Pedagogía y jubilada... que entre sus muchas aficiones tiene la escritura, la caligrafía, los viajes, artesanías varias, aprendiz de todo, maestra sólo de niños. Los relatos de viajes son su principal género y tiene un blog abierto a la curiosidad de todos maricruzmartinez.wordpress.com