'El asesino': el rutinario oficio de matar

“No improvises, anticípate”, repite para sus adentros nuestro impecable asesino cada vez que se acerca el epílogo de cada uno de sus macabros encargos, el instante final para sus víctimas. Gracias a una cadena casi constante de monólogos interiores escuchamos como este asesino de guante blanco, tan imperturbable como eficaz, va desgranando su filosofía y metodología de trabajo. Los tiempos de espera para encontrar el momento propicio de acabar con sus víctimas se convierten así en pequeños ensayos sobre el arte de matar. Él lo hace únicamente por dinero, es un sicario profesional contratado para resolver incómodos problemas de la gente poderosa que ha contratado sus talentos. Espera, ejecuta y desaparece como una sombra entre aeropuertos e identidades falsas. Todo cambiará cuando comete un error y los mismos personajes oscuros que le habían asignado la misión deciden acabar con él. A partir de ese momento la película se transforma en la historia de una venganza.
David Fincher ya había incidido en la figura del asesino en cintas como las incontestables y turbias Seven (1995) y Zodiac (2007), o en la serie Mindhunter (2017). Ahora adapta la novela gráfica de Alexis Nolent para firmar una película tan precisa en su fría narrativa como ejemplar en su ausencia de discurso. Estamos ante un ejercicio de estilo que no necesita de más alardes argumentales que la recreación lenta y minuciosa de esa pulsión por ejecutar que se apodera de nuestro protagonista, un Michael Fassbender que expresa perfectamente, con su economía gestual y esa mirada tan vacía como inquietante, la gélida condición humana de alguien ajeno a cualquier sentimiento de culpa o dilema moral ante sus actos.
Son muchas las grandes películas que se han detenido en la cotidianidad de los asesinos a sueldo: El silencio de un hombre (1967) de Melville, Ghost Dog, el camino del samurái (1999) de Jarmusch, Collateral (2004) de Michael Mann… Son filmes formalmente desnudos que suelen recrear los hechos con una asepsia turbadora, silenciosas crónicas que igualan el ejercicio del crimen a las citas de una agenda laboral, que lo convierten en una costumbre tan insustancial como cepillarse los dientes o tomarse un café por las mañanas. Cosas del rutinario oficio de matar.