'Rufo' busca traspaso para la última churrería del Crucero, una de las más antiguas de León

'Rufo' busca traspaso para la última churrería del Crucero, una de las más antiguas de León.

Elisabet Alba

'Rufo' busca traspaso para 'Rojo y Negro' (Avenida San Andrés, 11), la última churrería del barrio del Crucero que es además una de las más antiguas de León. Después de cuarenta años metido en la cocina amasando y friendo uno de los productos más típicos del otoño e invierno leonés y detrás del mostrador sirviendo churros y chocolate, quiere jubilarse antes de final de año para reaprender cómo son Noche Vieja, Año Nuevo o Reyes, con diferencia los días que más trabajo ha tenido en su vida.

Las agujas del reloj de pared que tiene sobre la caja registradora todavía no han llegado a las ocho de la mañana cuando por su local ya han pasado decenas de personas. Entran, dan los buenos días, se sientan como si tuvieran su sitio guardado y, sin pedir, porque no hace falta, empiezan otro día mojando el churro y se van.

El primero que cocinó él fue en 1981, con apenas 23 años, en la churrería La Glorieta que montaron sus suegros cuando volvieron de Suiza, al otro lado de la rotonda en la que hoy está la suya. Entonces había más de una docena en la capital.

Compaginaba la hostelería con su puesto en la Imprenta Moderna. “Les eché una mano hasta el 87, mientras hacía las obras en este local”, cuenta a ILEÓN, e inauguró en enero de 1988, justo antes de cumplir los 30, “primero solo como bar”, para no hacerles la competencia, “y luego ya, cuando cerró mi suegra, al día siguiente madrugué y abrí a las cinco de la mañana poniendo churros”.

De esa manera empezó a ganarse una clientela a la que ha visto crecer y envejecer. “Mi churrería es una histórica y una histórica de la noche. Llevo 40 años abriendo a las cinco de la mañana y durante mucho tiempo a esas horas solo estábamos el bar de la estación de tren y yo”. En tiempos, los primeros que entraban para pedir algo caliente eran los trabajadores de la Vidriera Leonesa, de Antibióticos, de Renfe, de la construcción... “ahora abro a las siete, porque paran los que entran a las siete y media y a las ocho”.

Elabora a mano “y a ojo”, ayudado por una cuchara grande de madera, la mezcla de agua, sal y harina que conforma la masa de unos churros que, garantiza, “me salen perfectos”. Sin más receta secreta que echar las cantidades “a bulto”, se ofrece a enseñar a quien quiera aprender y coger el negocio porque, de lo contrario, se teme que se convierta en otra cosa. “Al final, se acaba todo. ¿Cuántas churrerías quedan ahora?”, se pregunta, añadiendo que la tendencia es a que sobrevivan únicamente las franquicias y que “los únicos que han venido a preguntar mucha pinta de churreros no tenían”.

Vende la licencia y el mobiliario, recordando los fines de semana en los que los padres van a por chocolate con churros para desayunar en casa con sus hijos y las tardes en las que las señoras le llenan el local. “Se está perdiendo un poco la tradición”, lamenta, aunque la vuelta del frío va acompasada al aumento de clientes que buscan el calor en una taza de chocolate o café.

“Es un buen negocio, ideal para una familia”, subraya, porque “da trabajo pero también da para vivir. ¡A mí me ha mantenido más de cuarenta años!”. Pone como fecha tope el 30 de diciembre para encontrar repuesto y despedir el 2022 del otro lado de la barra, contando la historia familiar de churreros a sus nietos.

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