Volvemos a tocarnos

Los abrazos activan endorfinas, la hormona de la felicidad en el cerebro. // SINC

Teresa Ribas

Por una paradoja cruel, cuando más asustados estábamos y sentíamos más necesidad de contacto, cuando de repente ya no estábamos protegidos, la pandemia nos obligó al alejamiento. Es consustancial con nuestro carácter Homo: advertimos la catástrofe proyectarse sobre nosotros y crece la necesidad de experimentar la proximidad y solidaridad de grupo. La distancia puesta de manifiesto no sólo por los dos metros de rigor, sino también por la mascarilla, incidió directamente sobre el ancestral apetito de roce que tan disciplinadamente hemos contenido y bloqueó nuestros neurotransmisores emocionales.

Aplaudíamos en el balcón, no sólo para reconfortar a aquellos que debían estar en la trinchera y mantenernos cuidados y nutridos, sino también para sentirnos seres sociales, conectados a un núcleo vecinal organizado que nos aporta seguridad y sentido de pertenencia. Para salir, al menos unos minutos, de la soledad-quietud o de la soledad-angustia, según sintiera cada cual la reclusión impuesta.

Cuando comenzó el “alivio” del luto padecido por el confinamiento, viendo ya un poco más de cerca a amigos añorados, iniciando reuniones pospuestas y necesarias, me llamó la atención y produjo cierto impacto emocional ver como, entre risas y bromas, la gente frotaba un codo o un talón con el del amigo dejando a un lado el ansiado abrazo. También, aunque menos frecuente , la actitud de juntar las manos en el pecho y sonreír; sonreír como promesa y anticipo de un futuro abrazo.

El habitual apretón de manos, que dicen se impuso para mostrar la ausencia de un arma escondida, que saluda y despide, sella negociaciones y es símbolo de la palabra dada, cotizó a la baja: rechazado y sustituido por signos de afecto desde la distancia. Tuvimos el miedo deslizado bajo la piel en esta compleja crisis pandémica que no acaba de terminar y que ha puesto en evidencia las debilidades de nuestro sistema y modo de vida.

Es una obviedad que necesitamos el contacto físico, no sólo durante los primeros años de vida, sino durante toda ella. Cuando tras una catástrofe, acuden los psicólogos a consolar a las victimas, vemos como pasan su brazo por el hombro del doliente. Pasear de la mano , una breve caricia, tiene efecto protector sobre el corazón. Los abrazos, el contacto, expresan y transmiten emociones y aportan salud. Es difícil imaginar una sociedad escondida detrás de las máscaras, sin poder reunirnos y sin lo que ello aporta.

Pasamos aquellos meses sustituyendo el contacto con amigos y familiares por WhatsApps, videoconferencias y llamadas telefónicas, utilizados a modo de flotadores– sustitutos para no naufragar en el tembloroso mar de las sentimientos alterados por una situación desconocida, inestable e incierta. Fue una fuerza arrolladora, que en forma de videos preelaborados con imágenes que acarrean sentimientos, memes y mensajes torrenciales, han inundado ese apéndice poliédrico que nos acompaña a cada uno de nosotros y del que ya no podemos prescindir. Y de allí, directamente a nuestro sistema límbico, al centro de nuestras emociones.

Mientras, preparando la próxima realidad, la asistencia médica se prepara para ser algo mas presencial , las escuelas y centros de enseñanza hacen juegos malabares para comenzar el próximo curso, las orquestas se han reducido para mantener las distancias en el escenario y ante un público también escaso. Los cines disminuyen aforo y mantienen butacas vacías, asimismo el teatro. Aquellas cosas que nutren nuestro espíritu tenemos que mirarlas aún con lejanía. Y con precaución. Pero no anestesiemos el anhelo de vida.

No creamos que las cosas van a cambiar tanto, es mi lamentable y pesimista percepción . Se advierten bastantes signos de no haber aprendido gran cosa con la pandemia: hace bien poco, reuniones no permitidas que han provocado contagios, las terrazas con la gente más apiñada de lo que debiera, y varios etcéteras. Muy probablemente, nada se modifique de tal forma que no reconozcamos el mundo en el que vayamos a vivir en este próximo futuro. No se habrá descosido tanto la guarida de la costumbre como para olvidar el camino del reencuentro y del recuerdo.

Los locos años veinte surgieron inmediatamente después de la tan comentada gripe española ; los lugares de ocio siguen estando llenos en lugares castigados por terrorismo, guerras, violencia. Se asumen riesgos para mantener el contacto que como seres humanos necesitamos de manera tan primigenia. Era cuestión de tiempo, y éste camina muy veloz.

Así que , volvemos por fin a tocarnos. Sobre todo los ya vacunados, sentimos la libertad sólo un poco tímida de acercarnos físicamente a nuestros seres queridos y amigos. La capacidad de recuperación humana es inmensa; resiliencia, le llamamos ahora. Nuestra esencia mediterránea es fuerte, en nuestro código genético está también esa necesidad de roce que nos configura; y también una magnífica capacidad de olvido, que no debería dejar de lado el alto precio que hemos pagado en enfermedad, dolor, pobreza. Pensemos y laboremos por un mundo más solidario, ético y ecológico, responsable y valiente, con un fuerte tejido social que nos ayude a afrontar la crisis.

Teresa Ribas Ariño

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