Todo menos un coñazo
‘En esta vida se puede ser todo menos un coñazo’. La frase la pronunció Michi Panero en Después de tantos años (1994), la película de Ricardo Franco que continuaba explorando las intimidades de aquella familia de poetas malditos que solía pasar los veranos en Astorga y que ya había retratado con una crudeza transparente Jaime Chavarri en El desencanto (1976). Este tipo al que casi conoció Nacho Vegas era el hermano pequeño de aquella familia desubicada y excesiva, un bon vivant que comenzó varias carreras sin acabar ninguna, que fue columnista en distintos medios y empresario hostelero de éxito, que se codeo con toda la intelectualidad de la Transición y que sobre todo siempre vivió intentando ser fiel a sus propias palabras, a las mismas que caben en esa frase tan certera como para resumir una forma de estar en el mundo.
Cuando hablamos de ser un coñazo hablamos de esa gente que se despierta cada mañana para aburrir los días con terca obstinación, para decirnos lo mal que va el mundo y lo mucho que llueve, para retratarse a sí mismos cuando hablan maliciosa y gratuitamente de los demás, para demostrar su profunda ignorancia cada vez que imponen su tono de voz o sus verdades absolutas en cualquier conversación. Un coñazo es ese tipo que no conoce la palabra ironía, que no ha captado que la mejor forma de estar en el mundo es reírse de uno mismo y de la maravillosa futilidad de esta broma pesada qué es la vida.
Un coñazo es esa persona que puede arruinar una velada solo con asistir a ella. En ocasiones no hace falta siquiera que hable, su expresión lacónica de disgusto puede reventar la paciencia del tipo más equilibrado. Te contará sus intrascendentes penas sin saber que posiblemente muchos de los presentes tienen problemas de verdad, que han perdido recientemente a alguien cercano o que tienen una grave enfermedad. Te aburrirá con sus dogmas de pacotilla y será incapaz de aprender que el mejor arma para combatir esa melancolía perfecta que nos invade algunos días es el bendito sentido del humor. Esos tipos que confunden seriedad con inteligencia están por todas partes, en la política y en la televisión, en el supermercado o despotricando sus absurdas certezas en las redes sociales. Acaban siendo descubiertos porque a la condición de coñazo añaden una perseverancia a prueba de decepciones, haciendo caso omiso a esa elocuente perdida de adeptos que llega sin remisión mientras ellos siguen erre que erre con sus tediosas mierdas.
Aunque no nos engañemos, todos hemos sido alguna vez un coñazo. La diferencia es que algunos nos damos cuenta tiempo después, somos conscientes de todos esos momentos que sin duda han forjado nuestra peor versión, cuando lo pesado se impone a lo liviano y cierta pueril arrogancia a la humildad, cuando no somos capaces de escuchar y solo estamos pendientes de soltar nuestro discurso, cuando nos olvidamos del significado de la palabra empatía y nos creemos los más listos del barrio. Este columnista, sin ir más lejos, quizás esté siendo un auténtico coñazo con esta diatriba que nadie le ha pedido.