Peligro de incendio

Una urna electoral ardiendo según una interpretación de una inteligencia artificial.

Desde ahí arriba no se escuchan. Y cuando logro subirme, cuando venzo el miedo y mis pies escalan por un andamio renqueante, me detengo ahí arriba y oigo cómo el viento pasa entre los huecos de unas ventanas que aún no han llegado ni lo harán pronto. Crisis de suministros, pienso. Pero igual subo ahí, me detengo y nada importa. Me siento sobre el piso provisional y miro al horizonte. Veo la montaña como un objetivo sagrado y me concentro en el silencio que no existe porque lo tapa un pájaro, un grillo, el mugido de vaca. Pero a ellos no los oigo. Esas voces no llegan a la altura de mi refugio y ese silencio a veces me basta. 

Mientras estoy ahí arriba no detecto sus alaridos pero sí vuelve a mi cabeza lo que oí hace unos meses en un barrio humilde al que llegué presentando mi último libro por Andalucía. Acompañé a algunos políticos jóvenes que van uno a uno buscando a los vecinos para preguntarles qué les preocupa, qué les falta, qué están necesitando. Y resulta que lo que pretenden es sencillamente que alguien se haga cargo de un cable que se tambalea o de unos baches tan profundos que cualquier día la tierra los traga y nadie los echará en falta. Problemas municipales: los más cercanos. Resulta que hace tanto que nadie los atiende que el sentimiento de abandono es una forma de gasolina a la que sólo es necesario acariciar con una llamarada. Y la cerilla tiene forma de inflación y sueldos que no alcanzan. ‘Con el bigotes estábamos mejor’, se atrevió a decir uno. Y entonces compruebo allí mismo el milagro de la resurrección. El del bigote vuelve a respirar en una grande y libre a través de discursos encendidos de vírgenes del sur que nacen donde les da la gana y que luego son defenestradas, que aman España como si los demás no supiéramos cómo hacerlo, que sí están con la gente y no como “los de siempre” que se dedican a robar con los impuestos. Y los impuestos en esos labios se convierten en una entelequia indescifrable, como otras transforman la libertad en cerveza en Madrid con la misma legitimidad que Cristo convierte cada domingo en vino el agua. Y así las palabras se pervierten y mientras lo hacen se pudre también nuestra razón para improvisar una forma de desgracia. La que sucede cuando los votantes se entregan al mejor postor y en nombre de la democracia erigimos a hombres en dioses o a mujeres en estatuas. Y voto en mano damos el poder a fantoches que terminan en imágenes apocalípticas como las del asalto al Capitolio y seguimos como si ahí no hubiese pasado nada. Como no pasó nada cuando los alemanes, hartos de pasar hambre, se jugaron su suerte a las manos de un señor que en poco tiempo pensó que por qué no desaparecer a toda esa gente que apenas era carne, que apenas era nada.

Desde ahí arriba no los oigo pero sí siento un temblor en la garganta. Recuerdo que en mi propia tierra tenemos ya al primero con barba acicalada y una remuneración pública muy por encima de sus posibilidades dialécticas. Un vicepresidente instalado como alerta, como ofensiva primera, como estandarte de lo que ocurrirá sólo si dejamos que suceda porque los votantes, por ahora, seguimos siendo el dedo del César. Los responsables de su legitimidad o de su fracaso.

Desde ahí arriba no los oigo, ni los veo, pero empiezo a temer que un día, ese techo a medio hacer de un territorio sometido a olvido sea realmente un refugio donde esconder mi esperanza. Y entonces sí, los siento. Y no sé si soy yo quien tiembla o es el viento el que me ataca. Lo que sí sé es que mi generación tiene el deber de imaginar un nuevo futuro para estas tierras olvidadas y hacerlo desde aquí y dialogando en pie de igualdad con los grandes centros urbanos es una condición necesaria. 

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