Cuando consulto verbos en lugares como FUNDEU o la RAE o el Instituto Cervantes la respuesta –muy insatisfactoria– suele ser ambas formas son correctas. Y no es el caso del cederrón y el papichulo, que solo van así, no. Como lo que suelo buscar no es consejo, sino venganza pues eso me irrita más todavía. Al igual que los niños o los fiscales generales del Estado yo necesito –y por tanto, exijo– normas nítidas. No quiero laxas recomendaciones en las que todo se admite. ¿Se dice almóndiga –sí, desde 1726 y ahora desus. y vulg.– o albóndiga? Ambas formas son correctas. ¡¡Cómo coño van a ser correctas ambas formas!! Ya no miro más. ¿Para qué tratar de ser preciso o pedagógico? Voy a hacer como los escritores becados o los periodistas antropológicos y sentimentales: utilizar exclusivamente mi experiencia personal con anécdotas tipo Four Yorkshiremen y hablar de los ojos compungidos y llenos de historia –y memoria– de las gentes. Ahí estamos. Con las gentes. Su habla sencilla, su heroica resignación, su generosidad sin límites porque el que nada tiene, todo lo da. Porque el autor siente mucha penina por las gentes que andan por ahí cuando se baja del coche –el autor, digo, no las gentes, que no tienen ni coche ni nada– y hasta toma un humilde café con leche con las gentes –que descansan ese rato de sus jornadas de treinta horas al día en las minas de grisú de los narcotraficantes donde fabrican con sus infantiles manos bombas de racimo– y el pueblo y la vivencia. Luego ya, en el hotel, pues reflexiona. ¿Sobre las ahora desusadas y hasta vulgares almóndigas y su flexible grafía? No. Sobre las gentes y su historia y trabajos y miserias y cosas. Sí, señor. A complacer al lector sensible que solloza con la metáfora del charco y el olor del tomate y el recuerdo del niño. A ver quién me lleva mañana al aeropuerto.

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