El futuro es nuestro
Desde la montaña central hasta la llanura que va dando paso a Castilla. Desde el valle en el que vivo hasta la Cruz por la que pisan miles de peregrinos cada año. Desde la plaza del Grano de León hasta las vidrieras de su catedral que dejan sin aliento a cualquiera que tenga ojos en la cara y ose entrar allí en un día soleado. Desde la frontera con Zamora hasta la de Galicia, ese Bierzo impresionante e impresionado por los últimos derroteros de la historia.
Hace un año y pico disfruté de un trabajo excepcional de mi compañera de oficio Noemí Sabugal. Hija de minero, escribió una crónica profunda, bella y triste a la vez, del fin de la minería. No sólo en León, sino en toda España, aunque, sin duda, los mejores pasajes eran los que dedicaba a su propia tierra. Hijos del carbón es un retrato de lo que fue y lo que dejó una industria que ya no puede ni debe continuar: quien siga repitiendo que el cambio climático no existe puede dejar de leer a partir de aquí. Que el carbón debe terminar no tiene para mí un punto de discusión. Lo relevante es cómo se gestiona ese final y qué ocurre después con las víctimas del fin de una era.
Lo que ha pasado ya lo vemos y es horrible. Si hoy caminas por esos pueblos y ciudades donde antes corría el dinero y la alegría, ahora puedes ver el rostro del desencanto. Alcoholes que supuran venganza desde primera hora de la tarde, cuando no de la mañana. Como solución venden museos a quien antes tuvo ríos de plata. Y no sirve. Las piedras no levantan el ánimo de quien se creyó poco menos que el rey del mundo. Los muertos vivientes están por todas partes. Sin ir más lejos, el otro día el instalador de las cortinas que llegó a ponerlas a casa me dijo que de ahí venía, de la mina, y que ahora sí, se había tenido que reinventar solo. Mientras agujereaba la pared miraba la montaña con nostalgia: no por la dureza de aquel trabajo, sino por el salario que aquello tenía.
Si vamos más atrás veo Las Médulas y pienso en aquel oro que los romanos explotaron hasta la extenuación. Y así está precisamente nuestra tierra, extenuada, seca, casi yerma. Tan yerma que su belleza descomunal está siendo agujereada por parques eólicos que atraviesan sus tripas para dotar de energía a ciudades en las que la gente malvive a cambio de casi nada. Pero la belleza es nuestra y ese valor intrínseco sigue latente detrás de la tierra rojiza y dinamitada por la explotación económica que siempre mueve la historia.
Si España se vacía para repoblarla de una producción energética nueva, conviene que se replantee con una solución para quienes aquí viven y pueden volver a vivir. Las antiguas minas daban trabajo a miles de familias: no sólo eso, daban también contención, educación y un plan de futuro incluso lejos de su magma, de su núcleo de influencia.
Lo que falta aquí es lo mismo que falta en todas partes: una renegociación de nuestros derechos como dueños de la tierra que pisamos y como trabajadores de una nueva forma de energía limpia. Por supuesto que la queremos, pero también que nuestra tierra, nuestras manos, nuestro futuro nos pertenezca. Eso no es sólo un trabajo para León y el Bierzo, es un trabajo para España toda, para Europa y para el mundo. Estamos atravesando un cambio de época en la que la riqueza y los medios de producción también son ya otros: cuanto antes seamos conscientes de que en ese mundo nuevo habrá una parte de trabajadores y otra de dueños de las herramientas de trabajo, antes podremos organizamos y pedir por lo nuestro. No es un proyecto de un día, necesitamos un plan para la próxima década y hay personas que están trabajando en eso siendo conscientes de quién es quién en esta nueva etapa, otra cosa es que no queramos verlo y nos dejemos encandilar por soluciones simplistas y falsas. Construir lleva mucho tiempo y requiere de diálogo, consensos e ingenio: destruir, sin embargo, no cuesta nada. Y si no que se lo pregunten a los dueños y señoros de la Junta.