¿De verdad nos gusta la meritocracia?

A veces la meritocracia no es lo que pensamos.

Cuando se critica la meritocracia se hace, normalmente, porque no funciona. Porque es un engaño. Porque es una falsa ilusión para decirle a la gente que existe la igualdad de oportunidades que, en la vida real, no existe en absoluto. Todos sabemos lo que significa llevar cierto apellido. Todos sabemos cómo se asciende en una empresa y lo diferente que es ser familiar del dueño y ser alguien de fuera. Lo de siempre.

Pero lo cierto es que cuando funciona la meritocracia puede ser mucho peor, al menos a largo plazo, porque sirve para perpetuar estructuras de explotación. Una visión marxista, si queréis, pero interesante para ser analizada.

La meritocracia, por su propia naturaleza, puede convertirse con facilidad en un truco del sistema para perpetuarse, al menos desde el punto de vista de las clases sociales. Si extraes talento de las clases bajas, estas se quedarán sin líderes y eternamente reducidas a clases bajas, de manera que ser desactiva sistemática y permanentemente a los desfavorecidos.

Pero estas cosas se ven mejor con ejemplos históricos. El ejemplo más típico es la revolución rusa. Si la Rusia zarista no hubiese sido tan salvajemente clasista y hubiese ofrecido jugosos puestos de funcionario a los líderes comunistas, es muy probable que la revolución nunca hubiese tenido lugar. Con Lenin de catedrático en San Petersburgo, Stalin de vicegobernador de una provincia y a Kalinin de asesor imperial, todo hubiese sido distinto. ¿De verdad lo hubiese arriesgado todo esa gente si en vez de estar en la miseria hubiesen disfrutado de puestos cómodos y bien pagados?

Si Robespierre hubiera sido nombrado gobernador de Marsella, es muy probable que nunca se hubiese llegado a las guillotinas. ¿Para qué se hubiese malquistado con sus vecinos? ¿Para perderse los bailes de los sábados?

La idea es tomar a los líderes intelectuales de las clases que pueden generar problemas y darles un puesto cómodo y bien pagado en el sistema. Eso desactiva cualquier reacción, o reduce la calidad de los líderes opositores, generando peores decisiones y, a la postre, un menor peligro para el sistema. ¿O creéis que da igual uno que otro en un puesto público o privado concreto? Para nada. La lista de casos es casi infinita. Si a Hitler se le admite en la escuela de Bellas Artes y alguien le compra luego media docena de sus cuadros, que ni siquiera eran malos del todo, el tipo se dedica a la pintura y no da más por el saco. Y si a su sucesor, Strasser, se le da la dirección general de farmacias de la Baja Baviera, no tiene tiempo ni ganas para lanzar discursos incendiarios y sustituir a Hitler mientras este cumple pena en la cárcel. No hubiese costado tanto hacer a Goebbels consejero de educación de alguna parte en vez de dejarlo como profesor de instituto, o a Göring asesor de una compañía aérea en vez de dejarlo pudrirse como taxista aéreo con una avioneta.

Un pequeño ascenso aleja a la gente de su círculo próximo más que dos años de cárcel. Más que una amenaza. Más que un destierro. Es así. Funciona de ese modo.

Y no tiene por qué ser a dedo: una buena oposición de promoción interna basta para alejar a los buenos líderes de la capa más baja. Tú no sabes cómo se llaman, pero es igual: los asciendes y los pones por encima de sus compañeros. El resto, que es la paz y la conformidad, vienen solos. Haz gerente de una sucursal en el quinto pino al sindicalista más duro que tengas en tu empresa y verás cómo se llega rápidamente a un acuerdo para el próximo convenio colectivo. Págale como gerente. Haz como que le escuchas. Y se acabó el conflicto. Su segundo seguramente sea un poco menos hábil y si no, también habrá sitio para él en algún sitio.

Es lo que se hace con África y funciona. ¿Ves un africano con talento? Dale una beca en EE UU. Nunca volverá a casa. Su gente nunca disfrutará de su talento ni de su liderazgo. Problema resuelto. Los que quedan en África, como los de aquí, serán cuatro pelados que dan voces, sin talento y sin criterio. Pollos sin cabeza.

La meritocracia, cuando no funciona, es una burla. Y cuando funciona, un peligro mortal. Conviene no perderlo de vista.

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