'Robinsones en casa'
Eran las 10:00 a.m. y todavía no se había sentado a trabajar. O algo parecido a trabajar. Tenía sus rutinas, su organización, su planning, todo lleno de actividades acumuladas durante años como hobbies, pero no conseguía organizarse. Tal vez denominándolo trabajo, tele-trabajo o trabajo desde casa, conseguiría imprimirle un matiz de seriedad, para conseguir la motivación suficiente para plantearse objetivos concretos, y alcanzarlos.
De momento, ahí estaba, en su despacho-salón que parecía un mercadillo, lleno de sugerencias para hacer. La mesa de trabajo llena de notas con ideas que se le ocurrían en los momentos más peregrinos y que no quería dejar pasar. Tal vez le sirviesen para algún relato posterior. Libros que extraía de su biblioteca, cuyos títulos le venían a la memoria por parecerle que contenían algún concepto interesante y práctico para la situación presente, y cuya lectura quería repetir. Blocs de notas, en los que plasmaba ideas para la posteridad, o eso creía, y que a modo de diario, notas para el psicólogo, recopilación de relatos encadenados y cautivos, ejercicios eneagrámicos de autoconocimiento y algunas cosas más prosaicas, como listas de la compra de frutas y verduras frescas, llenaban espacio y contribuían a aumentar la confusión en su vida en los momentos de confinamiento más álgidos en los que vivía a intervalos. Ahora un poco de escritura, ahora otro rato de lectura. Más tarde un poco de ejercicio físico, y después de comer y la siesta, a dibujar, lunes y miércoles, o tocar la guitarra, martes y jueves.
Y así estaba su salón-despacho, con el caballete al lado de la librería, lleno de láminas empezadas e inacabadas. La guitarra afinada, tumbada en el sofá a modo de cuerpo invitado que no ha tomado todavía posesión de su sitio en el confinamiento; y las mancuernas y la esterilla al otro lado, dispuesta a ser extendida en cualquier improvisado momento a modo de alfombra roja (tal era su color) para un rato de bici, unos abdominales o una clase de box para trabajar el tren superior y sudar un poco.
Todo era posible en aquel micro-mundo espeso, lento, caótico y a la vez anhelado como ideal en los tiempos de agobio, pero ahora que estaba aquí, vivido con desazón, inquietud y quizás, hasta aburrimiento. Y en todo este universo solitario en el que todo se mezcla para hacer que el día se llene, se sentía observada como un bicho al microscopio (y no precisamente el virus que nos tenía a todos confinados), como si estuviera debajo de un foco invisible que tenía la luz encendida las 24 horas, y que cualquiera pudiera observar.
Sentía que tenía que ser ciudadana ejemplar y no pensar ni siquiera en salir, pues de lo contrario y de inmediato se personarían en su puerta dos policías gigantescos que le multarían por ello. Sentía que al igual que ella podía, cualquier vecino de la colmena en la que estaba confinada, podía denunciar su comportamiento por poco cívico y contrario al orden público y provocar una multa generosa en sus exiguos bolsillos. Pero también sentía que si ladraba un perro en la calle o en la casa de al lado, podría ser una recriminación, pues algo o alguien, estaba siendo juez supremo de todos y cada uno de nosotros, que de manera más laxa o más estricta, llevábamos a cabo el confinamiento. Una excursión al sótano -1 para subir algo del trastero, en estas circunstancias, le parecía toda una aventura arriesgada y prohibida.
Estaba asustada, notaba que se debilitaba, física y psicológicamente, y que a pesar del caos existente en su vida desde hacía 26 días, podía acostumbrarse a ello. Aunque le hacía ilusión pensar en la hierba fresca bajo sus pies, el aire y el sol en su cuerpo y rostro y los sonidos de la naturaleza pura a su alrededor, le parecía que ya no era tan imperiosa la necesidad de volver a oler, sentir, escuchar y tocar. Y esto, a pesar de ser un hecho objetivo, le daba qué pensar. Y pensaba, con cierta amargura.
«Nada volvería a ser igual después del confinamiento. Nada».
Y quizás, después de que esto acabe, ya no seremos los mismos y todos volveremos al anonimato que nos facilita ser un Robinson Crusoe, en la isla perdida de nuestra casa, de la que tal vez, ya no nos apetezca que nos rescaten.
* 'Robinsones en casa' es un relato publicado dentro de la iniciativa lanzada por la asociación cultural El Pentágrafo e ILEÓN.COM para recoger escritos con temática relacionada con la actual crisis ocasionada por el coronavirus Covid-19.
Ágata Piernas es el pseudónimo de Ana Padierna Carcedo, “nombre por el que, en cuestiones de escritura no jurídica, me gustaría que me conocieran. Surgió como una necesidad y ahora ya casi es un hábito”. Explica su pasión por la escritura de esta manera: “Aunque no hace mucho que escribo, tal vez diez años de manera intermitente y con mayor o menor intensidad, me apasiona, sobre todo si todo fluye, es decir, si estoy inspirada y escribo con soltura. El hecho de poder compartir algo de lo que escribo, mediante la publicación me parece un orgullo, pues ser leída compensa los ratos en que sentándote al ordenador con ganas de escribir, no fluye nada”. Y sobre el momento actual señala que “En el confinamiento, esa tendencia se ha convertido en toda una necesidad, sobre todo si tu sensibilidad te desborda”.
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