'Una muerte más'

Rejas de calle 'Cuentos de cuarentena'

Marina Paniagua Blanc

Hace dos días que se ha declarado el estado de alarma en España y no se puede salir de casa excepto por causa de fuerza mayor, véase ir a trabajar, a comprar comida, prensa o tabaco, a sacar la basura o a pasear a las mascotas. Se escuchan opiniones de todo tipo. Hay quienes creen que las medidas son desproporcionadas y que no es tan sencillo contagiarse y, menos aun, morirse; hay quienes opinan que las restricciones tendrían que ser mucho más duras, como en China y otros países asiáticos donde ya se está logrando frenar la expansión del virus. Y en medio de todo esto hay todo tipo de teorías como las de quien cree que todo se trata de un experimento fallido que se les ha ido de las manos a los investigadores, o quien considera que el propósito del virus es el de diezmar a la población más envejecida, los más vulnerables a la enfermedad. España es un país generalmente dócil y conformista; los habitantes no necesitamos mucho más que calorcito, amigos y fiesta para estar contentos y no revelarnos pero, si nos quitas eso, haciendo gala de nuestra reconocida picaresca, comenzamos a saltarnos las normas y a buscar los entresijos más originales para burlar las prohibiciones.

Personalmente, no me trastorna demasiado el confinamiento. Mi rutina diaria no dista mucho de las exigencias actuales. Trabajo desde casa y mis salidas se reducen a hacer compras o algún que otro trámite administrativo, por lo que no me resulta difícil seguir las instrucciones. Tras una larga mañana de trabajo, saco de la nevera las sobras del día anterior y enciendo el televisor. Hablan de lo que la epidemia afectará a la economía: el presidente asegura que no se escatimará en gastos, que lo más importante es la salud de los habitantes, que Europa ha prometido que invertirá lo que haga falta para salir de esta; el gobierno facilitará los despidos temporales, prestará ayudas para el alquiler y las hipotecas a las familias desfavorecidas, dará asilo a los sintecho. Después de un rato escuchando todo esto me pregunto por qué no hablan de la reducción en impuestos de luz, agua o gas. Como, debido a mi semi- confinamiento voluntario desde hace mucho tiempo, conozco las consecuencias de ver el mundo a través de las noticias, apago la televisión y termino la comida tranquilamente. Llamo a mi jefe y le pregunto si me va a enviar más textos estos días. Me responde que de momento no está entrando gran cosa y que me avisará cuando me necesite.

El problema de los traductores freelance es que en momentos de “vacas flacas” somos altamente prescindibles. Decido no trabajar más por hoy, no tengo ninguna prisa y estoy bastante cansada. Por la tarde abro una botella de vino y me sirvo una copa. Seguramente no debería hacerlo, pero no me preocupan demasiado las consecuencias. Los primeros tragos ya me producen unos terribles ardores. Una hora más tarde no queda nada en la botella.

Me despierto con resaca más temprano que de costumbre. El alcohol nunca me ha dejado conciliar bien el sueño. Enciendo la radio mientras desayuno: el personal sanitario advierte de que faltan medios para paliar la pandemia. No hay mascarillas, guantes, geles desinfectantes ni camas suficientes en este momento y, obviamente, en las arcas del estado no hay previsto presupuesto para un problema como este. Ahora el gobierno dispone de los centros sanitarios públicos y privados además de algunos hoteles y antiguos hospitales en desuso para albergar a los infectados; entretanto la mayoría de enfermedades hasta ahora consideradas graves pasan a ser secundarias.

Suena mi teléfono móvil. En la pantalla reza “Clínica San Ignacio”. Una enfermera me informa de que, debido al colapso de los centros sanitarios, las clínicas privadas se están utilizando para cuestiones de salud pública y que no podrán realizarme la intervención en estos momentos. Trato de transmitirle que mi tiempo se agota, que si no me operan pronto, no habrá nada que hacer. Se disculpa y cuelga rápidamente. Devuelvo la llamada una y otra vez pero nadie contesta. Intento concentrarme en mi trabajo mientras ignoro la fuerte presión que siento en el pecho. Me acuesto pronto ese día, pero no consigo dormirme hasta altas horas de la madrugada.

La mañana siguiente procuro distraerme en las redes sociales. En todas ellas pueden verse videos de gente saltándose la cuarentena de manera cómica, lo que, en realidad, resulta realmente trágico: ciclistas huyendo de la policía, ancianos colapsando las oficinas bancarias, amigos quedando indiscretamente en los pasillos de los supermercados, conductores empecinados en salir de su provincia y hasta una mujer que pide auxilio desesperada cuando la detienen por salir a correr mientras sus vecinos, probables delatores, la increpan desde sus balcones envidiosos de su escapada a la vía pública. También hablan de algunos miembros de las fuerzas de seguridad del estado y de personal sanitario contagiados y, desgraciadamente, fallecidos. Miles de mensajes advierten del peligro del virus y sus terribles consecuencias. Recuerdan la importancia de no salir a la calle a no ser que sea estrictamente necesario, mantener la distancia de seguridad con otras personas y lavarse las manos infinidad de veces al día.

Pero yo ya estoy cansada, cansada de que me digan qué hacer en todo momento. No me importa quedarme encerrada pero me repatea que crean tener derecho a decidir sobre mi vida. Me niegan el derecho a mi operación para salvar a los capullos que se pasean por las calles a sus anchas sin pensar en las consecuencias y ahora se han contagiado. Y yo, que he cumplido a rajatabla todas las premisas que han decretado desde que esto comenzó e incluso antes, agoto mi tiempo viendo memes y de más estupideces sin poder detener el avance. La rabia me invade y, además del perpetuo dolor de barriga y riñones que tengo últimamente, vuelvo a sentir la presión en el pecho y una intensa taquicardia. Tengo ganas de salir corriendo y gritarle al mundo que tengo miedo, que necesito parar esto como sea, que necesito que el universo se detenga, que por un momento deje de girar, que todas las personas se congelen un instante para que yo pueda pensar y decidir, que el gobierno, Bruselas, China, Trump y todos los demás dejen de decirme qué tengo que hacer y me escuchen, que sepan qué es lo que me pasa, que lo mío también es un problema de vida. Sin embargo, como todo eso es imposible, en un último intento de hacer un acto de rebeldía, decido no lavarme las manos en lo que dure la cuarentena. Pero de nada sirven mis manos sucias si no puedo restregarlas contra algo o alguien, así que me acerco al quiosco de mi barrio a comprar el periódico. Por la calle no se ve policía, ni militares, solo algunos solitarios con prisa entrando en la farmacia o haciendo cola en la puerta de la frutería. Pese a sentir la tentación de tocar todos los objetos a mi alcance para dejar mis huellas sucias y continuar así con mi maquiavélico plan de saltarme la normativa gubernamental, Consuelo, la quiosquera, es una mujer mayor que siempre ha sido muy amable conmigo, por lo que cojo el periódico con sumo cuidado y dejo unas monedas sobre el mostrador para evitar el contacto y, de esta manera, el improbable contagio del coronavirus.

En casa echo un vistazo rápido al periódico. Esta vez hablan de la parte positiva de la pandemia: de la colaboración de la gente, de jóvenes ayudando a hacer la compra a los ancianos y cuidando a los niños de los trabajadores, de las editoriales permitiendo el acceso gratuito a sus contenidos, de donaciones económicas a los hospitales, de la fabricación altruista de mascarillas, de los aplausos al personal sanitario y de los mensajes de agradecimiento de estos... Los españoles sacan lo mejor de sí mismos en el momento en que una crisis humanitaria se presenta, como si fueran personajes extraídos de La Peste. De pronto me avergüenzo del comportamiento que he tenido hace unos minutos y me lavo las manos inmediatamente.

Tampoco soy capaz de dormir esta noche. Doy vueltas y vueltas pensando en mis posibilidades. En otras circunstancias podría haber ido a otro país a operarme, pero ya han advertido que es peligroso, que la mayoría de países no permiten la entrada de extranjeros y los vuelos nacionales se están cancelando. Me acuerdo de Víctor, un chico que conocí hará ya cerca de tres meses y que me dijo que se iba a Filipinas unos días más tarde. No he vuelto a saber nada de él. Es un buen tipo y, aunque parezca absurdo, me invade el desasosiego pensando en si habría podido o no volver a España. Deseo sinceramente que se encuentre bien. Una brutal jaqueca me ataca repentinamente. La falta de sueño y de la escasa actividad física que suelo realizar me está pasando factura. En ocasiones normales habría salido a pasear en la oscuridad, uno de mis pasatiempos preferidos, pero imposible en estos momentos. Me preparo una infusión y me siento frente al ordenador. Leo en internet algunas noticias de última hora sobre el coronavirus: dan nuevas cifras de contagios, muertes y recuperaciones. La falta de medios y el colapso de los centros sanitarios han llevado a los profesionales a tener que decidir qué pacientes deben ser salvados y cuáles no. Me parece tan injusto... Ellos decidiendo quién vive y quién muere. ¿Y qué pasa conmigo? ¿Yo no tengo derecho a decidir? ¿No debería yo tener prioridad por llevar más esperando a que me atendieran? Y saben con certeza que mi tiempo se agota, que en solo unos días no habrá nada que hacer.

El cansancio me está invadiendo pero cuando me meto en la cama sigo sin poder dormirme. El dolor de cabeza no se esfuma. Me levanto nuevamente, me sirvo un güisqui y luego otro y otro... Al cuarto la jaqueca no ha desaparecido y los ardores han regresado, pero finalmente consigo quedarme dormida.

A la mañana siguiente me levanto y vomito. Inmediatamente me arrepiento de los “güiscazos”. Estoy más dolorida y más cansada que antes. Me preparo unas tostadas y las devuelvo. Noto un agudo pinchazo en el riñón derecho que me obliga a doblarme. Esa postura me produce nauseas. El dolor de cabeza y la presión en el pecho se intensifican. Siento el reflujo subiendo por el esófago. Vomito otra vez. Trato de calmarme. Es posible que todo esto sea por la resaca, por la falta de sueño, por el cansancio o por los nervios. Sí, seguro que son los nervios. La cancelación de la operación me ha puesto histérica y no puedo hacer nada. Si me hubieran intervenido a tiempo... ¡Qué coño, la culpa es suya! Me han abandonado para salvar a otros. ¿Y qué pasa conmigo? ¿Acaso yo no merezco salvación? ¿Por qué no? ¿Quién ha decidido que yo no soy merecedora de sus cuidados? Mi enfado acrecienta mis dolores. Tanto dolor y tanta ira hacen que me arme de valor y, pese a las advertencias, me presento en el hospital. Allí grito y hago aspavientos para que me atiendan inmediatamente mientras los demás pacientes, algunos más graves y mucho mayores que yo, me observan atónitos y se alejan. Un psicólogo se acerca para hablar conmigo.

“¡No necesito un puto psicólogo, necesito un médico! ¡Un médico!”

Por fin me pasan a una sala donde me sacan sangre, me auscultan, me extraen una muestra de saliva y me hacen otras muchas pruebas. Finalmente me comunican que tengo coronavirus. No me lo puedo creer. Yo, la reina de la hipocondría, no se me ha ocurrido pensar en ningún momento que podría haberme contagiado. No sé dónde, ni cuándo ni por qué no he notado nada antes. Una enfermera me dice que, como soy joven, hay otros pacientes con prioridad.

“Espere un momento... Estoy embarazada”.

* 'Una muerte más' es un relato publicado dentro de la iniciativa lanzada por la asociación cultural El Pentágrafo e ILEÓN.COM para recoger escritos con temática relacionada con la actual crisis ocasionada por el coronavirus Covid-19.

Marina Paniagua Blanc, natural de León y residente en Sevilla, es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de León y tiene un Máster en Escritura Creativa por la Universidad de Sevilla. Actualmente realiza un doctorado en Literatura Hispanoamericana. “La literatura es para mí mucho más que un arte, es mi medio de vida; forma parte de mi trabajo y de mi ocio”, define su relación con la letras. Amante del realismo y de la narrativa norteamericana del siglo XX, escribe relatos que indagan en lo más sórdido de las anodinas costumbres humanas.

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