'Esa dulce utopía'

Mar Díez Gallego Utopía

Mar Díez Gallego

Airem, así se llamaba. Una isla en el trópico que se decía debía su nombre a dos razones: el puro aire que la abrazaba y su forma en M, que al mirarla desde el cielo se divisaba. Cuando aterrizabas en Airem el carácter te cambiaba. Era como si por las fosas nasales te entrase el virus de la verdad y de pronto todo aquello, que durante años habías ocultado, saliese a borbotones por los poros de la piel, calando. Porque te entraban esas ganas de jugar con todo y con todos, como en la infancia, cuando nada busca un final, un objetivo, un jugar por jugar, sin nada a cambio. Y así se habían hecho sus gentes, respirando juntos, sin agolpamientos, ayudando.

Airem poseía bosques exóticos, un sol de verdad y cálidas aguas. Todo ello se cuidaba por sí sólo pues, como sabia es la naturaleza, si la dejabas sin dañarla ni envestirla, te devolvía las gracias en colores para los ojos, olores para el deleite y múltiples sensaciones. Los lugareños trabajaban, ¡vamos que si lo hacían! Todo distribuido por patas.

En una pata de su M se situaban los ancianos. Allí trabajaban de día, de tarde o incluso noche, dependiendo de lo enseñado. Muchos eran sus trabajos, pero el más destacado, diría, era el de la enseñanza y el amparo. Allí aprendían los guajes, sin pupitres ni pizarras. Sentados sobre la hierba, libremente, escuchando, discutiendo, comprendiendo el valor de la palabra, del ejemplo, del pasado. Preguntando sin tapujos, sin miedo a nada, mirando al frente, atrás y a un lado, rodeados de incipientes y prometedoras amistades que pronto formarían parte del futuro de Airem. Mejorando lo importante, avanzando, pero con las raíces bien sujetas a las costumbres y valores de sus ancianos No hacían falta leyes ni etapas, todo nacía de dentro y reinaba el respeto y las ganas.

Luego estaba la otra pata. Allí todo era más jaleoso, jóvenes estudiando las ciencias, las filosofías, las letras o tecnologías. Sin prisa, disfrutando. No acaparando las notas, únicamente asimilando, analizando, entendiendo, razonando. Por suerte descubrían pronto quiénes eran y qué buscaban, pues habían tenido buenos aprendizajes y a cada uno le iba lo suyo y lo suyo era de todos. El que estudiaba medicina, oceanografía, historia o pesca lo hacía a conciencia, nadie le había obligado. Necesitaba siempre del de al lado, eso sí, pues todos sabían que para mantener viva a Airem eran necesarios muchos y variados, y cuando uno fallaba se estropeada el equilibrio. La naturaleza se lo había enseñado. Así que las construcciones de sus pequeñas universidades eran a puertas abiertas, acristaladas, con mucha luz, para intercambiar saberes, experiencias y hallazgos. No competían en nada, sumaban explorando. Sus amistades se hacían más recias, pues no hay mayor satisfacción que descubrir cada día una cosa nueva y todos, todos a diario, aportaban algo. Así que se echaban de menos, que no de más, cuando en el grupo faltaba alguno que no pudiese sumar. Era la pata más ancha y con los jóvenes convivían hombres y mujeres que trabajaban siempre por mejorar la vida. No en cantidades ingentes, no, pero si en esfuerzos y objetivos. Si buscaban forjar un puerto pesquero, por ejemplo, con mejores condiciones, se reunían y se ponían a ello. Cooperaban constructores con armeros, albañiles con canteros, pescadores y mercantes. Como cada uno sabía bien y mucho de lo suyo coincidían siempre en el mismo final: hacer lo mejor para todos, así también sería lo mejor para cada uno. Habían sido compadres desde niños por generación, así que conocían bien de sus necesidades y valías. No entendían de rivalidad, querían construir, no derribar, así que de nuevo aprendiendo del contrario construían, aportaban, crecían.

Y qué decir de su paisaje urbano. Había pequeñas plazuelas singulares por la dirección que en sus placas señaladoras se escribía: la plaza del pan, la plaza dulce, plaza carnicera, la silvestre, plaza del mar... todas ellas cubiertas de puestos sirvientes de aquello que cada una refería con su nombre. Eran bienes vitales, bastaba con acercarse a mirarlos para casi sin quererlo adquirir algo que seguro satisfacían al hambre y, sí, también al capricho. Había de todo y para todos, a nadie faltaba. Después, como en grandes subidas en cuesta de laberintos verdosos, se distribuían otras tiendas cubiertas, ya no tan esenciales, pero si necesarias: papelerías, jugueterías, droguerías, farmacias, librerías, reparaciones, en fin, de todo. Se perdía la mirada y aún quedaba algo más allá por divisar. Cada uno compraba a su gusto, sin presiones, solo porque aquello que compraba lo disfrutaba, sin más. Y lo mismo ocurría con sus propiedades privadas, ¡cómo respetaban su intimidad, su espacio vital, su hogar! No simulaban grandes pertenencias, cada uno la que gustara, por ello sus viviendas diferían unas de otras, variopintas, pero respondiendo a la personalidad y querencia de sus dueños. Así, no envidiaban ni deseaban la del vecino, pues al fin y al cabo disfrutaban de lo que ellos mismos escogían. Casi todo en Airem se percibía desde el cielo como en forma circular ¡qué curioso! Tal vez porque así se rozaba más la cercanía.

Disponían de grandes espacios, no de grandes distancias, por lo que solían recorrer la isla en bicicletas, patinetes o motocards. Habían construido carreteras, por comodidad, pero sólo en trayectos más largos o cuando el grupo era grande subían a sus autobuses o tranvías abiertos al aire, quizá también porque el clima así lo permitía.

Pero lo que más era objeto de empeño por preservar y cuidar era su inmensidad de caminos variados y surtidos por los bosques exuberantes, por los linderos del mar ¡imagínate! Podías perderte en un acantilado o encontrarte en medio de un valle con sólo un requisito: andarlo sin contaminar. En aquella isla respirabas respeto hacia todo, eso estaba claro.

Y por último la pata más larga, donde se sujetaba el mar. Era el encuentro de la cultura, del teatro, de la música, del espectáculo, del ocio, de las ciencias, del arte, del deporte. Galerías de curiosidades de todo tipo, entremezcladas como buena es la diversidad y junto a todo ello, extensas praderas, lugares de encuentros que festejaban cada poco lo que fuera, con el humor como medicina y la alegría inyectada: El descubrimiento de una vacuna, la pintura de un nuevo artista, la cosecha de un amargo café, el mercado de las flores, la botadura de un barco, la invención de un cohete o la creación de un grupo musical... En fin, caramelos para la cotidianidad.

Y rodeando aquella pata de encuentros, el distintivo de aquella isla: sus puertos pesqueros y su mar. Porque si algo llamaba especialmente la atención en las costumbres de los lugareños, era su carácter viajero. Casi como si de una obligación se tratase o como si un gen lo transmitiera, buscaban salir de su isla a cualquier oportunidad, convencidos de que abiertos al resto del mundo aumentarían sus conocimientos, comprenderían otras formas de vida y reconocerían la pluralidad, la grandeza del planeta en sus múltiples expresiones. Al tiempo, gozaban de nuevas experiencias, siempre algo nuevo por descubrir, algo tuyo que aportar. ¡Qué buena herencia la suya!

Y casi todos esos viajes, a pesar de que existieran otros medios, los realizaban a través del mar. Quizá todo se debiera a que, como contaba la historia de Airem, los primeros habitantes de la isla habían llegado en barco de otro lugar, seguramente procedentes de otro continente primario, muy avanzado, y que, tras una brutal y mortífera pandemia por un virus maldito, habían perdido a mucha de su gente y, por tanto, lo esencial. Aquellos primigenios permanecieron pensantes mucho tiempo en sus barcos, aislados, para no perder a más. Y en vista de lo ocurrido necesitaron cambiar su modo de vida, su forma de pensar, por lo que, tras un largo viaje pesado y tambaleante llegaron hasta aquella desvelada isla, con una nueva bandera en sus corazones donde rezaban cuatro insignias beligerantes contra los errores de la humanidad: CONOCIMIENTO, ARTE, NATURALEZA Y FRATERNIDAD. Sujeta a un potente estandarte: LA HONESTIDAD.

No sé si la historia era certera o si aquello formaba parte de una leyenda, pero lo cierto es que, como contaba al principio, cuando llegabas a Airem el carácter te cambiaba, respirabas otro aire y sentías otra verdad.

* 'Esa dulce utopía' es un relato publicado dentro de la iniciativa lanzada por la asociación cultural El Pentágrafo e ILEÓN.COM para recoger escritos con temática relacionada con la actual crisis ocasionada por el coronavirus Covid-19.

Mar Díez Gallego nos explica de esta manera quién es y su relación con la escritura: “He trabajado toda mi vida con niños/jóvenes conflictivos, desarraigados ,asociales algunos maltratados. Jamás ningún arma pedagógica conseguía tanto resultado que aquella que tirando del hilo que cada uno asomamos sacaba lo mejor de ellos, también de mí. Pero el hilo había que encontrarlo. Sólo en los momentos de grupo, de deporte, de teatro, de chococoloquios, de rincones de lectura compartida, inventos, juegos o creaciones literarias, el hilo se hacía extensible y tomaba grosor y fuerza. Se ”hacían ver“ y ”eran vistos“. Se completaban y eran piña. Ganaban a su propio miedo....Escribía para ellos, y aún escribo.”

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