Cuarenta años del rodaje de 'El filandón', una película con denominación de origen León que hizo historia en el cine español
La grabación del filme de Chema Sarmiento en torno a cinco relatos de escritores leoneses con un reparto basado en actores no profesionales y la implicación altruista de vecinos marcó un hito en la provincia
Por el hilo que enlaza una noche de insomnio con una noche de estreno caminaron a veces haciendo equilibrios un cineasta novel como tocado por una varita, un director de producción que rompió la hucha para salvar el presupuesto, dos compañeros de instituto en Bembibre que ni soñaban con el celuloide, un actor de teatro reconvertido, cinco espadas de la literatura leonesa que pusieron pluma y perfil, un espeleólogo dispuesto a trepar por la Catedral de León y hasta unos grajos que realmente eran chovas. Han pasado 40 años. El rodaje de El filandón en 1983 fue una aventura; su proyección un año después resultó un descubrimiento; y su repercusión es historia del cine español al abrir junto a Tasio, de Montxo Armendáriz, el listado de películas financiadas en parte con fondos de las entonces recién creadas comunidades autónomas.
De una noche de insomnio surgió una chispa. El director de Albares de la Ribera (Torre del Bierzo) Chema Sarmiento se había formado como cineasta en París. Cosechaba premios con su proyecto de fin de carrera, el mediometraje Los Montes (1981), que narra el entierro del último hombre que permanecía con vida en un pueblo de montaña. Y tuvo en medio de la noche una revelación. “Fue como si hubiera recibido una misión profética. Como si fuera una de las cosas que tenía que hacer en mi vida forzosamente”, dice Sarmiento sobre la idea de hacer pivotar una película sobre varias historias salidas de la narrativa breve de escritores leoneses. El respaldo de autores que “ya eran superconocidos” en León y la repercusión en los medios de comunicación de los galardones que acumulaba Los Montes resultaron decisivos. “Sin el apoyo de la prensa no habría podido”, sentencia al evocar cómo se abrió la puerta de algún despacho tras la publicación de alguna noticia en Diario de León.
La Caja de Ahorros fue la primera en implicarse financieramente en un proyecto que entonces despertaba un recelo. “Muchos me preguntaban por qué iba a basar la película en historias de otros y no en un guion mío”, recuerda el director. Pesaba entonces la influencia de la nouvelle vague. “Y hoy sucede casi al contrario”, añade sobre el recurrente empleo de guiones adaptados para filmar. Las ayudas de las instituciones tuvieron sus propias secuencias de intriga. La concesión de la subvención de la Diputación Provincial de León pasó varias veces por el trámite de la aprobación plenaria en la búsqueda de un acuerdo político por unanimidad. Aunque no fuera esa la intención inicial, no será fácil encontrar otro proyecto cultural que ofrezca un retrato tan completo y variado de la provincia.
Había que lanzar el rodaje sin esperar a que llegase el dinero público enmarañado en trámites administrativos. La primera 'ronda' la pagó otro vecino de Albares de la Ribera. A Gonzalo Fernández Merayo se le había atragantado la asignatura de Producción en los estudios de Imagen y Sonido cursados en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. Unos años menor que Sarmiento, no pudo participar en Los Montes. “Me habría gustado. Me decidí a estar en El filandón por Los Montes. Me metí de cabeza”, cuenta este berciano que descubrió la magia del cine estudiando interno en el Colegio de los Padres Paulinos de Zalla (Vizcaya) y que terminó su carrera profesional tras trabajar más de tres décadas en la Filmoteca Española. A mediados de 1983 tiró de ahorros propios para poner el dinero que sirvió para rodar en Burbia los exteriores de la adaptación de El desertor, el relato de José María Merino. Sin haber hecho prácticas tras terminar los estudios, fue precisamente director de Producción de El filandón.
Tras posar para la foto delante de la casona utilizada como escenario para el relato de Antonio Pereira Las peras de Dios y pasear por otros rincones de Albares reconocibles en la película, Fernández Merayo rememora otra circunstancia particular. Cinco vecinos de esta pequeña localidad de la comarca del Bierzo se unieron para formar la productora Albos Films, la que canalizó un proyecto que aunó una importante corriente solidaria que fue mucho más allá de Albares. “Sin la implicación de la gente, habría sido imposible”, cuenta para recordarse conduciendo su coche modelo Seat 850 para trasladar platos que iban temblando con las recetas de las peras cocinadas por amigas de Bembibre. Allí precisamente reclutó Sarmiento el Citröen Méhari que sirvió para rodar a bordo la secuencia en la que los primos identifican con nombres de peras las tetas de varias vecinas. “El coche nos lo prestó un señor al que no había visto en mi vida”, reconoce el director.
Fue como si hubiera recibido una misión profética. Como si fuera una de las cosas que tenía que hacer en mi vida forzosamente
Chema Sarmiento también reclutó en Bembibre, en este caso en una discoteca, a los protagonistas de El desertor. Rosbel Prieto estaba en plena celebración de una boda cuando recibió la propuesta. “Me lo tomé a risa. No me lo creía”, dice. Fue su madre la que la animó hasta incorporarse ella misma al rodaje. Isaac Sánchez ya debía de llevar “un par de gin-tonics” cuando le dijeron que “daba el perfil” de Ramiro, un muerto viviente en el cuento de Merino ambientado en plena Guerra Civil. Rosbel empezó a ser consciente del contexto cuando le mandaron probar el “sayo negro” que luce en la pantalla. Isaac fue a Madrid a buscar el traje militar. “Y lo rasgué de arriba abajo ya de primeras”, confiesa. Fue así como dos compañeros de instituto se convirtieron en pareja en el relato filmado en primer lugar, el rodaje financiado por Gonzalo Fernández Merayo, que había rescatado de casa de su abuela la trébede que sale en alguna escena, que aparece como extra en la secuencia de los presos y que participaría luego en el montaje.
En Burbia, en un impresionante escenario de montaña, había que conectar un generador alimentado desde el arroyo para poder maquillar en el bar al personaje de Ramiro. Su condición de muerto sólo vivo en la imaginación de su esposa, Sarín, debía notarse en su físico y también en su voz. “Me decían que no tenía que tener entonación”, indica. A Rosbel, a la que felicitaron por el gesto que hace al poner el caldo, le queda la sensación de que podía haberlo hecho mejor. “Tenía 17 años. Si fuera hoy, me habría esmerado más”, considera. “Me veía muy artificial. Esta vez me vi mejor”, cuenta tras asistir en abril en León al estreno de la versión remasterizada. “Yo me veo hecho una mierda”, cuenta con guasa Isaac, demacrado con el maquillaje (“y eso que la idea inicial era haber puesto gusanos”) para recrear el hallazgo final de su cadáver con Rosbel corriendo ladera arriba (y con la regla) varias veces por los continuos fallos de otro personaje al decir la última frase. Policía municipal en Bembibre a punto de jubilarse él y trabajadora ella del Parador Nacional de Fuente Dé en Picos de Europa, ni tenían ni tuvieron ninguna experiencia más en el mundo del cine.
La participación de actores no profesionales (un terreno explorado también aunque de forma más limitada por películas recientes de éxito como As bestas) fue uno de los secretos de la singularidad de El filandón. Sarmiento sí precisaba de cierta experiencia para la composición de algún personaje como el santero de la ermita de San Pelayo, el lugar en el que se reúne con los escritores para contar las historias trasladadas en la película en forma de cortometrajes. A Magín Mayo, nacido en Santibáñez de la Isla pero criado ya en León, le habían metido el gusanillo del teatro estudiando con los Salesianos en Galicia. Estaba haciendo una función en un local de la antigua Caja España en Santa Nonia cuando recibió la propuesta de Sarmiento, que le pasó el guion y se lo quitó en un visto y no visto. “Quiero que no te lo aprendas”, le dijo el director al actor, que tuvo que tirar de “cosecha propia” para articular por ejemplo la larga intervención en la que expone a los autores el motivo de haber sido convocados a la reunión.
Sin la implicación de la gente, habría sido imposible rodar la película
“El problema de ser actor de teatro es que acabas cogiendo un deje”, admite Mayo, sorprendido por el buen papel realizado por los no profesionales. Él tuvo que dar la réplica a otros actores que realmente se interpretan a sí mismos: los escritores Luis Mateo Díez, José María Merino, Antonio Pereira, Pedro García Trapiello y Julio Llamazares (con los cuatro primeros en la ermita y con el quinto al comienzo del filme). Las conversaciones entre el santero y los autores que dan la transición a las historias mantienen el tono natural y espontáneo que rezuma el filme. “Ellos no eran actores profesionales, pero ya entonces estaban acostumbrados a dar conferencias”, cuenta Mayo al recordar como “el más natural” al cuentista de Villafranca del Bierzo Antonio Pereira, de cuyo nacimiento se cumplen 100 años en este 2023. En un rodaje exprés en el que apenas había que repetir tomas, el autor de El síndrome de Estocolmo, que se resistió como gato panza arriba a figurar en el reparto por su característica hipocondría recién intervenido de la vista y grabando en pleno noviembre en zonas de montaña, se cabreaba a cada ‘corten’. “No me va a salir igual”, recuerda Mayo que decía Pereira.
Como en un juego de espejos en el que se mezclan realidad y ficción, en las noches pasadas en Fasgar hubo también filandones reales. Gonzalo Fernández Merayo rememora la figura de Ramiro, el auténtico santero de la ermita del campo de Santiago. Las historias al calor de la lumbre se maridaban con orujo hasta altas horas de la madrugada en casas de familias del lugar. “Dormimos allí tres noches. Yo dormí con Pedro Trapiello. Dormimos muy bien, pero poco…”, recuerda el santero de ficción. El problema llegaba al día siguiente cuando había que pasar las ojeras por maquillaje sin disfunciones de raccord (la continuidad entre planos) con lo rodado el día anterior.
El “aliciente antropológico”
El mayor problema que sufrió Luis Mateo Díez, que apenas tres años más tarde publicó La fuente de la edad para hacer despegar una carrera literaria llena de distinciones hasta alcanzar en 2020 el Premio Nacional de las Letras Españolas y hace unos días el Premio Cervantes, se localizó en su garganta, maltrecha en aquellos días de noviembre de 1983. El autor lacianiego, que pudo de alguna manera rememorar en las casas de Fasgar los filandones de su niñez en el valle, inscribe su participación en el tono general de la película. “Se buscaba ese punto de naturalidad”, señala para hablar también de su carácter “experimental” y el “aliciente antropológico” de un filme “muy bien dirigido” y que, con la última remasterización, ha salvado el hándicap que le achacaba por no haber doblado las voces. “Con el tiempo se ha demostrado que Chema tenía razón, también en cuanto al sonido”, admite. “Habría sido matar la película tal como es”, opina el director.
Cinéfilo empedernido que acaba de publicar El limbo de los cines, Díez aportó a El filandón su relato Los grajos del sochantre, incluido en su libro Brasas de agosto. El escritor habla de “una adaptación muy fiel al cuento”, un terreno en el que profundizaría con la aportación de varios relatos de su libro Los males menores para la siguiente película de Chema Sarmiento, Viene una chica (2012). El caso es que la adaptación del cuento de ese canónigo obsesionado con los grajos hasta prácticamente transfigurarse en esas aves, ofrece “planos impresionantes” jugando además como escenario con la Catedral de León. “Quedó una adaptación muy espectacular”, destaca el autor.
Claro que para rodar esos planos espectaculares primero hubo que reclutar los grajos. ¿O eran chovas? José Luis Santamarta estaba en el Barrio Húmedo de León cuando se enteró de que estaban buscando este tipo de córvidos para rodar una película. Y aportó su experiencia como espeleólogo para abordar una sima en la zona de Luna sobre la que colocaron una lona con una abertura. Fue parte de un equipo de personas que pasaron varios días de otoño en ese entorno. “El primer día apenas cogimos ninguna. Y cundió el desánimo. Luego el hambre hizo su efecto”, relata. El botín se sustanció en un puñado de chovas, todas piquigualdas salvo una, la más grande, piquirroja. Así que tuvieron luego que pasar por ‘maquillaje’ para parecer grajos en el cuento de Luis Mateo Díez tras pasar por casa de José Manuel Tazón.
La labor de José Luis Santamarta, que venía de hacer la mili y que ahora ejerce como abogado en Madrid, se extendió también al rodaje al subir por la torre norte de la Catedral de León hasta atar la chova convertida en grajo en la escena final de ese relato. Incluso se barajó la opción de que él mismo doblara al actor que hace de canónigo, Félix Cañal, quien finalmente se atrevió a subir sujetado por un arnés hasta trepar sujetándose en bolas “ya muy erosionadas”. “El actor finalmente accedió. Y hay que tener valor”, reconoce Santamarta al recordar el andamio dispuesto por el equipo para rodar el desenlace de Los grajos del sochantre.
Los escritores no eran actores profesionales, pero ya entonces estaban acostumbrados a dar conferencias
La de la Catedral fue una escena de riesgo. Pero entre bambalinas se vivía en aquellos días de primeros de diciembre de 1983 una secuencia todavía de más incertidumbre. Fue la segunda ocasión en la que el director de Producción tuvo que salir al rescate de la financiación de la película, condicionada a fondos públicos que a veces tardaban en liberarse. Así que Gonzalo Fernández Merayo viajó hasta Madrid para poner otras 300.000 pesetas y concluir la filmación en la Catedral de León, la última fase de un rodaje singular en el que por su memoria pasan otras imágenes: un puñado de actores improvisados haciéndole la cosecha de peras al dueño de una finca de Villaverde de la Abadía, el alquiler de un par de Land Rover para llegar hasta la ermita de San Pelayo, encargando comidas para 25 personas o cruzando los dedos con el cielo encapotado para grabar Retrato de bañista, sobre los restos del pueblo de Vegamián anegado por el pantano del Porma desembalsado casual y felizmente para que Julio Llamazares pudiera redescubrir su casa natal.
Como todo tiene su intrahistoria, la cama de Vegamián sobre la que se acuesta el autor de La lluvia amarilla la había reclutado Fernández Merayo en un local de antigüedades de Boñar. Y la gabardina que recuesta sobre la cama Llamazares tras recitar su poema con la música de Cristóbal Halffter de fondo iba a tener, como las ocas decapitadas que aparecen en los versos junto a un “sol de nata negra” y muchas fresas, un papel en el desenlace del relato emergiendo sobre las aguas del pantano finalmente desechado en el último giro de guion de un rodaje que hace cuarenta años hizo historia en la provincia de León y en el cine español.
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Si la chispa que desató El filandón ocurrió en una noche de insomnio, el estreno tuvo lugar en medio de un huracán. La película ya había pasado por el Festival de San Sebastián cuando en octubre de 1984 fue el ciclón Hortensia el que pasó haciendo estragos. El Teatro Emperador acogió en ese contexto la proyección del filme de Chema Sarmiento. Tras reconocer que durante el rodaje hubo momentos de pasar “sudores fríos”, el director se muestra satisfecho cuatro décadas después: “Siempre estuve convencido de que quedaría como una película diferente. Y el tiempo no ha pasado por ella”.
El director de Producción admite que nunca ha podido ver la película sin dejar de pensar en lo que estaba haciendo cuando se rodó: “No he podido liberarme nunca cuando la veo como espectador. Estoy viendo al equipo que había detrás”, admite antes de resaltar que el filme “no tenía nada que ver con el cine que se hacía en aquel momento”. Precisamente su singularidad la dotaba de un valor añadido: “Yo desde el primer momento tenía claro que estábamos haciendo historia”. Gonzalo Fernández Merayo se siente “superorgulloso” de haber participado en un proyecto con especial significación para su pueblo, Albares de la Ribera. “Y no me arrepiento de haberme quedado sin un duro”, expone tras señalar cómo fue recuperando el dinero gracias a los pases de la película en televisión.
Magín Mayo, el santero en la pantalla, recuerda colas en el Cine Condado que llegaban hasta República Argentina en la capital leonesa. Hombre fundamentalmente de teatro, también aparece en películas como Tritones, más allá de ningún sitio (2009) o A galope tendido (2020) junto a actores como Ramón Langa, Sancho Gracia o Kiti Mánver. Pero El filandón es algo especial. “Chema debe estar orgulloso. Hizo un gran bien por la cultura de León y de la provincia”, sentencia al reconocerse como espectador pendiente de los relatos: “No me fijaba en mi actuación: quería ver las historias. Yo estaba esperando las historias”.
Muy aficionado “al buen cine y a la buena literatura”, José Luis Santamarta puso su granito de arena para recrear un cuento de Luis Mateo Díez (“una adaptación muy fiel”, destaca el narrador) en una película de Chema Sarmiento. “Fui al estreno. Y la he visto un par de veces más. Ha envejecido bien. Y para mí resulta todo muy entrañable”, reconoce. A Isaac Sánchez la mili lo privó de la parte de la promoción (“la primera vez que la vi en pantalla grande fue en abril en León”), que sí vivió Rosbel Prieto. “Nos trataban como a artistas”, cuenta al rememorar el pase por el Festival de San Sebastián. Cuando El filandón llegó a León, lo hizo a rebufo de un huracán. Y el eco todavía resuena cuatro décadas después.