Cine

'A ciegas': una fábula sobre la luz

'A ciegas' de Fernando Meirelles

Antonio Boñar

Los seres humanos somos profundamente ciegos, tanto como para herir con obstinada y retorcida miopía a quienes más nos quieren, a aquellos que nos aman. “Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen…”, leemos en la Biblia. En 1995 José Saramago publicaba la que posiblemente sea su novela más leída: Ensayo sobre la ceguera. Años después el realizador brasileño Fernando Meirelles, el mismo que había firmado la audaz y refrescante Ciudad de Dios (2002), trasladaría al cine aquel relato y nos presentaría A ciegas.

El paisaje de los ciegos está muerto, sepultado bajo la oscuridad más negra. La memoria de los ciegos no tiene colores, sus recuerdos están hechos del mismo material que se oculta en un aroma, una voz, una caricia o el sabor de un beso. En la novela de Saramago y en la fiel adaptación de Meirelles, los habitantes de una ciudad cualquiera comienzan a sucumbir a una extraña epidemia que abandona en los infectados una escalofriante y blanca ceguera. Los primeros afectados son hacinados en un siniestro hospital que, poco a poco, se va llenando con nuevos hombres y mujeres que llegan desquiciados, sin poder alcanzar a entender quien les ha robado la luz y porque han sido abruptamente expulsados de sus vidas normales para convertirse en unos seres apestados.

Esa enorme y sellada sala de hospital se transforma en su nuevo y opresivo universo. El instinto de supervivencia no entiende de perplejidades, y pronto se olvidan de añorar la luz y comienzan a organizarse. Surgen las tribus, los atavismos, los ritos, el comercio y las luchas de poder. Y se revelan las pasiones humanas, las de siempre, las que nos empujaron a salir de la caverna, aquellas que han escrito nuestra historia y nuestro errático o sublime devenir a través del tiempo, los pilares del alma: la capacidad para amar, odiar, crear, imaginar, destruir… Y en esa primigenia sociedad también hay espacio para un superhéroe, un tipo orondo que sabe mucho de la oscuridad porque ya era ciego de nacimiento. Es el primer sabio, el tuerto en el país de los ciegos. Es un mundo de proporciones bíblicas donde caben el bien y el mal. Y donde el mal parece ir ganando la batalla. Porque la locura comienza a extender su manto de paranoia sobre unos hombres desesperados y rendidos a la evidencia de saberse definitivamente olvidados, condenados a vivir dentro de su blanca alucinación, atrapados en el eco de su propio grito, abandonados a su suerte en un enorme ataúd lleno de voces y vacío de esperanza. Y llega la muerte. Pero también aparecen los primeros elegidos, los héroes. Y con ellos la mitología. Y se gestan los primeros versos de la épica. 

Y cuando los incautos moradores de ese microcosmos (ese reflejo diminuto y perversamente distorsionado de aquella otra civilización que parecía tan quieta dentro de sus certezas y rutinas cotidianas) ya casi se han adaptado con resignada inercia a la nueva realidad, un grupo de ellos descubre una salida, una grieta en las paredes que encerraban su pesadilla. Es la primera luz, el primer fuego, la primera libertad. Pero cuando salen a las calles y edificios que conformaban el paisaje de todos aquellos días que escribían sus vidas en el pasado, antes de que nada volviera a ser igual que antes, descubren con desoladora satisfacción que toda la humanidad respira igual que ellos, a ciegas. Eso, y la cálida caricia azul del cielo sobre su piel. 

Finalmente, ese ser supremo que nadie ha tenido el gusto de conocer (pero al que casi todos apelan para perpetrar sus más ruines y crueles fechorías o para explicar los más altos, bondadosos y sublimes actos de los hombres) se cansa de jugar a los dados. Y cuando cree que la lección con moraleja que se esconde dentro de esta especie de performance didáctica que se ha montado con sus criaturas ya ha quedado suficientemente clara, decide dar por terminado su delirante experimento. Y se hace la luz. 

Aunque no para todos, porque el personaje interpretado sobresalientemente (como siempre) por Julianne Moore, la única que podía ver cuando todos estaban ciegos, deja de hacerlo ahora. Y queda suspendida en el tiempo anómalo de su diferencia, en la naturaleza paradójica de su existencia. “Dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre, y eso es lo que realmente somos”, escribió Saramago en su novela. Y posiblemente ella sea la única que sepa la respuesta que buscaba el escritor portugués. Porque ella es la fábula.

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