Cine

Besos de cine

El esperado beso de Rhett Butler a Escarlata O'Hara en 'Lo que el viento se llevó'.

Antonio Boñar

En el norte sabemos mucho del sol, porque sabemos de su ausencia. Cuando llegan sus primeros y ansiados rayos nos abocamos a su luz, llenando calles y terrazas. Nos estiramos cuál lagartos sobre las bancadas de piedra que adornan pueblos y ciudades, abandonándonos con perezosa coquetería a las tardes quietas de la primavera. Y nos besamos más, a la orilla del río o detrás de la ermita, con sed. Bosques, prados y plazas se llenan de besos. Muchos se quedan suspendidos en el aire tímido, como pedazos de felicidad extraviada que nunca encuentran su boca. Otros se rompen en el cielo con torpeza adolescente, con la fogosidad apresurada que esconde el descubrimiento. Otros, en cambio, son tiernos y delicados, leves como un roce y puros como dos manos unidas. Y hay mujeres cuya boca sin beso es capaz de encender los últimos rescoldos de una pasión íntima y diminuta. Y luego están los besos de cine.

Con estas líneas de diálogo conseguirán evocar nítidamente una de las escenas más célebres de la historia del cine: “He aquí un soldado del Sur que te quiere, que quiere sentir tus abrazos, que desea llevarse el recuerdo de tus besos al campo de batalla. Nada importa que tú no me quieras. Eres una mujer que envía un soldado a la muerte con un bello recuerdo. Scarlett, bésame, bésame una vez”. Lo que el viento se llevó (1939) es una de las historias mejor contadas del cine, una película eterna y arrebatadora. Aunque si hay un beso que desafió las convenciones de su época, ese es el tórrido revolcón que se dan Burt Lancaster y Deborah Kerr en la playa, mientras la marea los envuelve. Sucedía en De aquí a la eternidad (1953), la cinta de Fred Zinnemann. 

En el cine clásico los besos eran una mezcla inequívoca de pasión y elegancia, con un sombrero y un pitillo en la mano, mientras las palomas de una romántica plaza alzaban el vuelo o la niebla cubría un aeropuerto. Como en Casablanca (1942), donde el beso que se dan Rick e Ilsa tiene el aroma amargo de las despedidas. También clásicos, pero deliciosamente modernos para su época, son los que aparecen en las películas de Hitchcock. Hasta hace muy poco uno de ellos fue considerado el más largo de la historia del cine. En aquellos años los besos estaban limitados en su duración por la censura, y Hitchcock recurrió al truco de que los amantes separaran sus labios y dijeran una palabra cada vez que llegaban a ese tiempo límite. Así, el que se dan Cary Grant e Ingrid Bergman en Encadenados (1946) dura cerca de tres minutos. 

Otro imborrable ósculo es el de Audrey Hepburn y George Peppard en un callejón de Nueva York, bajo la lluvia y los acordes de Moonriver en la deliciosa Desayuno en Tiffany´s (1961). También bajo la lluvia es el beso no dado y rebosante de emoción que vemos en esa escena de Los puentes de Madison (1995) en la que Clint Eastwood espera que Meryl Streep abandone su vida para irse con él. Y ya que estamos con los besos no dados, cómo no recordar esa otra secuencia de Lo que queda del día (1993) en la que todo el deseo contenido entre Anthony Hopkins y Emma Thompson inunda la pantalla, un extraordinario derroche de sutileza y carga dramática.

Y qué me dicen del primero, ese que es imposible de olvidar. De estos primeros picos también se ha encargado el cine. Y, puestos a elegir, uno se queda con el de Macaulay Culkin y Anna Chlumsky en My girl (1991). También los hay animados, como el que se dan Shrek y Fionna para sellar su condición de ogros. O el de la princesa que trasforma al sapo en príncipe. Besos a extraterrestres, como el que da una jovencísima Drew Barrymore a E.T. al despedirse ante la nave. O el beso de la muerte, ese que le da Michael Corleone a su hermano Fred en El padrino II (1974). ¿Y el homosexual? Se ha hablado mucho del que se dan Ennis y Jack cuando se vuelven a encontrar tras cuatro años de distanciamiento, en Brokeback mountain (2005), pero uno siempre preferirá el transgresor e ibérico morreo que se dan Antonio Banderas y Eusebio Poncela en La ley del deseo (1987), de Almodóvar. 

Para terminar no podíamos olvidar la última y maravillosa secuencia de Cinema Paradiso (1989), donde todos aquellos besos de cine recortados por la censura desfilan ante los ojos líquidos de Totó, mientras suena la música de Ennio Morricone. Aunque, sin duda, los mejores besos son los nuestros, los que ocurren a este lado de la pantalla, en el patio de butacas o en el sofá de casa, con una película de fondo y refugiados del mundo junto a nuestra boca preferida. 

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