Cine

El alcohol en el cine: entre trago y trago

Casablanca Michael Curtiz

Antonio Boñar

“Si ocurre algo malo, bebes para olvidar, si ocurre algo bueno, bebes para celebrarlo, y si no pasa nada, bebes para que pase algo”. Así explicaba (o justificaba) el escritor Charles Bukowski el irreprimible impulso que le empujaba a los brazos del alcohol. El cine ha reflejado este hábito desde siempre. Antes, cuando un hombre delante de un vaso de whisky parecía más hombre y tomarse un trago era sinónimo de elegancia y algo que se vivía con absoluta legitimidad, para ser un tipo duro en la gran pantalla había que saber beber. Se imaginan a John Wayne acercándose a la barra del saloon y pidiendo un refresco de naranja; o a Paul Newman agarrado a un vaso de Coca-cola en vez de a una copa de bourbon durante casi todo el metraje de La gata sobre el tejado de zinc (1958); o al insobornable y cínico Rick de Casablanca (1943) diciendo delante de un vaso de leche: “De todos los bares del mundo ella ha tenido que venir al mío”. “Hay que vivir con dos copas de más”, aseguraba Boggie.

Entonces, en el cine clásico, los bebedores eran los héroes de la película. O entrañables borrachines que inspiraban ternura y simpatía en el espectador, como esos personajes secundarios que siempre aparecían en las películas de John Ford, o como ese inolvidable abogado e impenitente bebedor que interpreta Charles Laughton en Testigo de cargo (1967), la obra maestra de Billy Wilder. Aunque el cine clásico también ha enfocado el problema del alcoholismo con toda su crudeza. El descenso al infierno de la pareja que interpretan Jack Lemmon y Lee Remick en Días de vino y rosas (1962), contiene una de las secuencias más devastadoras que este espectador puede recordar. En ella vemos como ese jefe de relaciones públicas de una empresa de San Francisco que sucumbe al venenoso embrujo del alcohol y arrastra con él a su esposa, Joe Clay, busca desesperadamente la botella que él mismo escondió en algún rincón que no consigue recordar, entre las plantas de un invernadero. Finalmente, poseído por esa sed enloquecida que sólo puede saciar el agua de fuego, termina destrozando con una incontrolable y sobrecogedora furia todo lo que se interpone entre su garganta seca y la botella. Y el propio Wilder firmó otra demoledora crónica sobre la adicción etílica: Días sin huella (1945). 

Más reciente es Leaving Las Vegas (1995), la cinta de Mike Figgis que narra el oscuro periplo de un hombre que después de perder trabajo, amigos y esposa, decide beber hasta morir. “No sé si empecé a beber porque mi mujer me dejó, o si mi mujer me dejó porque empecé a beber”, confiesa en un momento del filme. Y en fin, la lista de películas en las que el alcohol tiene una presencia central o tangencial en sus tramas, sería interminable. Así, a bote pronto, estos son algunos de esos títulos que, además de los ya mencionados, se han acercado a la poderosa embriaguez de Baco, ya sea desdramatizando la bebida o en forma de didácticos melodramas: Tuya para siempre (1932), El ángel borracho (1948), La reina de África (1951), Ha nacido una estrella (1954), Río bravo (1959), El dorado (1967), Sólo cuando me río (1981), Frances (1982), A la mañana siguiente (1986), Cita a ciegas ( 1987), El borracho (1987), Los hombres duros no bailan ( 1987), La leyenda del santo bebedor (1989), Mi nombre es Joe (1998) o Julia (2008).

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