Entre forcas, zapicas y garabitos... el lenguaje relacionado con las vacas

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Margarita Álvarez Rodríguez

La autora leonesa Margarita Álvarez Rodríguez, de Paladín (Omaña), ha publicado el libro 'El habla tradicional de la Omaña Baja', un relato dedicado a las vacas y su mundo, y de forma especial, a la relación que existía, hasta hace pocas décadas, entre la gente de la montaña leonesa y este animal. Además de ser profesora jubilada de Enseñanza Secundaria de Lengua y Literatura, también es autora del blog 'La Recolusa de Mar'.

Hoy dedico este relato a las vacas y su mundo, y de forma especial, a la relación que existía, hasta hace pocas décadas, entre la gente de la montaña leonesa y este animal. Recogeré unas cuantas docenas de palabras que reflejan la relación de las vacas con su dueños. Es imposible, sin embargo, recoger todas las variantes que existen para un mismo concepto en distintas comarcas, pues, a veces, varían de un pueblo a otro cercano. Me ciño esencialmente a la comarca de Omaña y, a pesar de ello, tampoco los términos son idénticos en todos los pueblos, motivo por el cual en algunas ocasiones menciono más de una palabra para una misma cosa.

En un pueblo de la baja Omaña, Paladín, transcurrió mi infancia y adolescencia en la década de los 50 y 60 del siglo pasado. Y mi vida, lo mismo que la de mis antepasados, estuvo marcada por la relación con las vacas, que eran animales esenciales en aquel mundo agrícola.

Las vacas omañesas de hace un siglo eran, en su mayoría, de la raza mantequera leonesa, una raza autóctona que se podía encontrar sobre todo en la Omaña Alta y comarcas limítrofes. Era una raza de gran fuerza y potencia física, que no daba mucha leche, pero sí de gran calidad. El veterinario de Riello, don José María Hidalgo Chapado, que atendió la zona de la Lomba, Riello y Valdesamario entre 1953 y 1960, aseguraba que la leche de estas vacas había hasta un 9% de grasa. Este veterinario, que fue muy querido en la comarca, lucho para que esta raza no desapareciera.

En su obra 'Omaña, pueblos, paisajes y paseos', Julio Álvarez Rubio nos dice de él lo siguiente: “El veterinario logró mejoras genéticas en la cabaña bovina, introdujo nuevas técnicas quirúrgicas y evitó la propagación de enfermedades infecto-contagiosas (...) favoreciendo que las ferias de esta localidad permanecieran abiertas mientras otras cerraban temporalmente”.

Poco a poco esta raza se fue mezclando con otras. Hacia 1920, el general Segundo García, de Vegapujín, que luchó en Filipinas, entre otros muchos esfuerzos por modernizar Omaña, tuvo la idea de mejorar la cabaña ganadera. Con ese fin, trajo a la comarca sementales de otros lugares e incluso de otros países. En las décadas siguientes empezaron a aparecer las llamadas suizas y holandesas, y mejoró la producción de carne y leche. Sin embargo, e n 1995 todavía quedaban algunos ejemplares de la raza mantequera leonesa. En ese año, (según datos que me aporta J. M. Hidalgo Guerrero, recogidos en la revista 'Omaña') el Ministerio de Agricultura ofrecía ayudas de 12.000 pesetas por cabeza y año para evitar su desaparición.

La variedades vacunas que predominan actualmente en esta zona son la parda alpina, llamada también ratina, que fue introducida en los años 60, y la asturiana de los valles.

En el mundo de la montaña leonesa la vaca fue siempre un elemento fundamental en la economía familiar. De todos los bienes que tenían la mayoría de los pequeños agricultores, y especialmente del conjunto del ganado de su facenda, las vacas eran, sin duda, el bien más valioso. Se cuidaban con mimo, se les ponía un nombre propio diferenciador y de ellas dependía una parte importante de los ingresos de la economía de subsistencia con la que vivía la gente. Se las utilizaba para realizar todas las faenas del campo: arar, tirar del carro o del trillo… para obtener la muñida (leche y derivados), para conseguir ingresos con la venta sus jatines, para alimentarse con su carne.

La vaca era un animal valorado y respetado. El respeto por este animal estaba ligado al que se tenía por otro: la golondrina. Se decía que si se mataba o se quitaba un nido a una golondrina se moría una vaca, como si fuera este uno de los mayores castigos que se le podía dar a un agricultor en algo relacionado con su hacienda. En realidad, este hecho estaba vinculado a la leyenda religiosa de que las golondrinas son animales sagrados, porque quitaron las espinas de la corona de la pasión de Cristo. Un refrán bastante extendido por la montaña leonesa dice: En viernes o martes ni tus vacas mudes ni tus hijos cases. Parece que, en cuestión de miedos supersticiosos, hijos y vacas son los que merecen más cuidados y preocupaciones del agricultor.

Las vacas parecían un miembro más de la familia, como lo eran los gatos y los perros, cosa que no ocurría con el ganado menudo: cabras, ovejas, cerdos… por eso, tenían nombre propio. El catálogo de nombres que se usaba era muy variado y expresivo. Aludían con frecuencia al color de la piel y solían heredarlo de algún animal que antes había tenido la familia.

Así, cuando se mezclaban en la piel manchas blancas y negras, se usaban nombres como: Paloma, Bardina, Negra, Mora, Pinta, Silga. Cuando el color era castaño: Rubia, Triguera, Torda, Colorada...

Había otros nombres, no menos creativos, que ensalzaban la apariencia agradable o la prestancia del animal: Bonita, Jardinera, Corza, Garbosa, Lucera, Estrella, Perla, Zagala, Chata, Galana, Perla, Serrana, Violeta… a veces aparecían nombres que aludían a gentilicios con los que seguramente no tenían relación, pero que por alguna razón se consideraban hermosos: Sevillana, Cordobesa… y seguramente los que conozcan este mundo del que hablo podrían seguir aumentando mucho esta lista.

Trabajo

Las vacas, cuando estaban enseñadas, se utilizaban para el trabajo en el campo. Por eso era importante tener en cada casa una pareja disponible y en muchas dos, para tener la posibilidad de poner una cuartia -acuartiar-, o sea, dos parejas, unas detrás de otra, para que tiraran de un solo carro cuando este iba muy cargado o el camino era muy tortuoso.

Para que la pareja estuviera preparada para trabajar había que uñir (uncir) a las dos vacas con el yugo o llugo, que se colocaba encima de las mullidas, que tenían unas cubiertas de cuero, llamadas también melenas, decoradas con herrajes, y que solían llevar las iniciales de sus propietarios. Las más corrientes solían hacerse de la piel de los perros mastines. Otras se hacían de badana. Terminaban en cerras que tenían la función de espantar a las moscas. Las mullidas se colocaban bajo las partes curvas del llugo para que este no les hiciera daño en la cerviz.

Yugo y mullidas se sujetaban a los cuernos de las vacas con las cornales, unas tiras de cuero que se realizaban con la propia piel de los animales sacrificados. Las cornales servían para atar el yugo y las mullidas a las cabezas de las vacas, agarrándolas a las camellas, prominencias que sobresalían de los laterales del yugo.

En la parte central del yugo estaban los camellones o camuesos, unos salientes que permitían distribuir la carga entre los dos animales uñidos. Las vacas que solo trabajaban bien si iban uncidas siempre del mismo lado se decía que eran maniegas. se hacía colgar un aro, que iba sujeto por el sobiyuelo o mediano. Se llamaba, según los pueblos, arconjo, arcojo o bardón. Por él se introducía el tiradero del arado, el cual se sujetaba al arcojo con la una pequeña barra de hierro: la cabía. Al conjunto de utensilios usados para uñir la pareja de vacas se llamaba arbía. Colocar cada elemento de la manera apropiada era todo un arte que hoy no sabrían realizar la mayoría de los propietarios de vacas de la zona. Una vez unidos al yugo el carro, el arado, el rastrón, el cambicio se realizaban las distintas labores agrícolas: arar -ralbar y binar-, arrastriar para igualar la tierra y deshacer los terrones, acarriar las patatas, los nabos, los cereales…

La yunta o pareja también se usaba para realizar trabajos en la era, como trillar. La pareja debía dar cientos de vueltas con el trillo sobre los cereales extendidos en forma de corra, la llamada parva, hasta que la paja del cereal se moliera y se convirtiera en paja menuda, al mismo tiempo que se iban desgranando las espigas.

Para conseguir que la pareja diera vueltas sin salirse de la corra, a la vaca que iba por el lado interior se le ponía un arigón en el morro, atado con una reata y que se sujetaba al palo vertical del trillo. Quien las guiaba desde el trillo tiraba o soltaba la cuerda, según fuera necesario para mantener el movimiento en forma circular.

Era un trabajo agotador para los animales por repetitivo y por tener que realizarlo a la fuerza del sol. A la hora de comer se paraba un rato y, mientras comían las personas, a las vacas de la pareja se les ponía también una mañiza o feje de verde para que recuperaran fuerzas.

Los niños o las mujeres eran los encargados de ir sentados en el trillo sobre un banco o tayuelo y de tener a mano una pala, lata o caldero para aparar las moñicas antes de que cayeran sobre la trilla. Había que andar listos, tan pronto como la vaca levantaba el rabo, para colocar el recipiente bien pegado a su trasera de modo que las moñicas cayeran dentro y no nos cayera a nosotros una regañina. No siempre era fácil, especialmente cuando la moñica era muy blanda, la tartalina.

Para arrear las vacas o hacerlas obedecer se usaba la ijada (aguijada), una vara larga con un pincho espetado en la punta, que se clavaba de forma superficial en la piel del animal. Con ese pincho se las picaba para que anduviesen más ligeras o hicieran lo que se requería de ellas. Acompañando a la ijada, se les hablaba y se les daba órdenes, mencionando su nombre, como si fueran seres con entendimiento. También se añadían distintas palabras o expresiones: tou, tou; vamos, vuelve, vuelta, venga, tira, juo

Alimentación

En la primavera las vacas pastaban las orillas de los arroyos, las llamas, los llamargos, los llampazos de los montes y los pacederos, que eran prados cercanos a los pueblos que luego, en verano, se utilizaban como eras. Se completaba la alimentación con fejes de hierba primaveral, llamada verde y también con ferrén, que era el centeno verde cortado para forraje, o también con trébol y alfalfa. En verano y otoño las vacas pacían en prados más húmedos. Cuando habían pacido la hierba hasta las raíces, se decía que el prao estaba arrañao, y se las cambiaba a otro pasto.

Entre finales de junio (por Sanjuán), y principios de julio se recogía la yerba para el invierno. El proceso de recogida era largo y laborioso, especialmente antes de que se usara maquinaria agrícola.

Antes de comenzar la labor, había que echar mano de los caburnios -la bigornia y el martillo- para cabruñar o picar el gadaño.

Se espetaba en el suelo, hasta la furambre (un tope), una especie de yunque, llamado la bigornia, y sobre su cabeza plana se colocaba el filo o corte del gadaño (guadaña), que se golpeaba con un martillo especial para adelgazarlo y sacarle filo.

Con el gadaño al hombro y la pretina en la cintura de la que colgaba el cachapo, calzados con escarpinas y madreñas y, posteriormente, con botas de agua, se dirigían a los praos. El cachapo era un cuerno al que se le había quitado la punta y se había taponado esa parte serrada con un corcho. De esa manera, se podía meter dentro, con un poco de agua, la piedra de afilar, para que estuviera húmeda y se pudiera afilar el gadaño cuando fuera necesario. Y se iniciaba la labor de segar.

Se segaba asentando la hoja del gadaño en el suelo y moviéndolo de derecha a izquierda para abarcar un espacio de un metro de anchura, aproximadamente, dependiendo de la envergadura del segador, del tipo de hierba y de la propia herramienta utilizada. En algún momento se paraba para tomar las diez y beber agua del barril o vino de la bota.

La yerba segada iba quedando amontonada en hilera a la izquierda del segador formando marallos. Estos, posteriormente, se esparcían: era la tarea de volver la yerba. Así se dejaba uno o dos días en el prado, dándole vueltas con un palo para que el sol la secara, pues si se recogía cereña fermentaba en el pajar y se pudría. Una vez seca se aforconaba para dejarla preparada para cargar. La forca usada para recoger la yerba era de solo dos púas y un mango largo para poder apurrirla al carro.

Sobre el carro había una persona (generalmente era tarea de niños o mujeres) que, espurriéndose, iba colocando las primeras forcadas llamadas rudillas de forma promediada, para que cupiese la mayor cantidad y el carro no volcara.

Para ampliar la capacidad del carro, se ponía en la parte delantera una talanquera, consistente en unos varales que se colocaban entre los arropos y las pernillas y se alargaban sobre los lomos de la yunta y la estranguadera del carro. Además del que apurría la hierba solía haber otras personas que se dedicaban a arrastriar lo que no se cogía con la forca.

Cuando el carro ya tenía una altura considerable, una carrada o traquetada, se arrataba bien con una soga para evitar que se cayera o que se produjera un movimiento lateral, un banción, y el carro pudiera volcar. También tenía su arte lo de atar el carro, pues había que pasar las sogas de un lado a otro y de atrás hacia adelante. Ya atada la carga, faltaba la tarea de peinar el carro. Para ello se pasaba un rastro por todo el contorno para quitar las hierbas sueltas que podían quedar por los caminos al rozar con árboles o arbustos.

Así se transportaba a los pajares, donde se introducía, a forcadas, por el boquerón o buquirón, que con frecuencia estaba una altura de unos dos metros, lo que obligaba a pujar otra vez por la yerba que quedaba en la parte baja del carro.

Una vez dentro, había que pisarla para que quedara apretada y se pudiera meter en el pajar toda la cosecha recogida. Era la manera de ampliar su capacidad. Los encargados de realizar ese ejercicio, disfrazado de juego de blincar y tirarse sobre la yerba, éramos los niños. Un 'juego' muy insano por el polvo y la picadera que se generaba en el interior del pajar. También la recogida de la paja menuda o trillada generaba polvorera y era molesta.

Todo el trabajo de la recogida de la yerba era una de las tareas más duras del campo. Había que realizarlo a la fuerza del sol para que estuviera bien seca y no se pudriera, y se respiraba con dificultad por el polvo que producía. Ese polvo provocaba además unos picores muy desagradables en una época en que no existían los cuartos de baño, por lo que, una vez finalizada la tarea diaria, había que ir al río a asearse.

El día que acababa la recogida de la yerba, era costumbre que en el último carro que se cargaba se pusiera un ramo verde. Traer el ramo era la señal de que había acabado esa tarea.

En invierno las vacas comían esta yerba seca que se había recogido a principios de verano. Como estaba tan pisada en los pajares había que mesarla con un garabito, especie de palo que tenía una pequeña horquilla en la punta. Si había que trasladarla del pajar a la cuadra o a otro lugar se ataba en mañizas. Se les echaba en el peselbe en una o varias posturas a lo largo del día.

Las vacas estaban atadas al facerón, un tablón vertical en la parte delantera del pesebre con un agujero para sujetar la cadena, la presura, que estaba formada por eslabones llamados armellas, que rodeaban el cuello del ganado vacuno y también del ganado equino que hubiese en casa.

En época más reciente, en que las vacas ya no se recogen en las cuadras, pero escasea el pasto o no tienen acceso a él por agua o nieve, se les lleva al campo el heno seco en fardos llamados por la zona alpacas (pacas). A veces se les ponía también, como pienso, paja menuda acompañada nabos o berzas y algo de harina.

En los peselbes también solía haber en invierno una piedra de sal que se les daba como complemento alimenticio. Recuerdo ver la piedra cómo se iba consumiendo al ir pasando de pesebre en pesebre por los lambidos de las vacas y asombrarme por el ansia que manifestaban por lamberla cuando la veían. Parece que les resultaba algo muy apetitoso.

Una vez recogida la yerba a principios de verano, se regaban los prados y crecía otra hierba muy verde, pero menos alta que la de primavera, destinada al pasto de otoñada. A esta hierba se le llamaba el otoño. Era más blanda que la primaveral y la triscaban las vacas con mucha facilidad.

¡Qué notable diferencia en lo referido a la recogida de la yerba entre la época que recuerdo y lo que ha ocurrido a partir de la década de los 80, con la aparición de máquinas de segar, empacadoras y tractores para recogerla! Se ha evitado una parte importante del esfuerzo físico y especialmente el polvo que se respiraba con la forma de recogida tradicional.

Las vacas son animales rumiantes, por tanto, tragan la hierba sin apenas masticar y después van devolviendo el bolo alimenticio a la boca para rumiarla. El proceso de rumiar dura bastante tiempo, pues cada bocado que es devuelto a la boca es masticado unas treinta y tres veces (eso he aprendido de mi amigo Antonio G. Orejana, que contaba cada rumiadura cuando era niño). A veces las vacas, una vez hartas, se tumban plácidamente durante largos períodos de tiempo para realizar esta acción de rumiar.

Pastoreo

Los rapaces o guajes éramos los encargados de ir con las vacas. Unas veces a prados cerrados con las sebes vegetales, los cierros, formadas por los troncos de las paleras, salgueros o salgueiros, chopos, cerezales… a los que se les sujetaban en forma horizontal las ramas que se cortaban de árboles y arbustos, y que se ataban a los soportes verticales con vilortos, que eran varas retorcidas que hacían las veces de alambres o cuerdas.

Los cierros debían ser mantenidos por el propietario a cuya finca pertenecieran. Hacia el lado del propietario se ataban los vilortos(as). Por ello cuando se dudaba sobre la propiedad de una de estas sebes, el lugar hacía el que estaban los nudos era decisivo.

En algunas ocasiones, las fincas más próximas a los pueblos estaban cerradas con paredes de piedra que tenían una portillera o ujera para acceder a ellas. Tanto estas fincas como los prados cerrados con cierros tenían una entrada ancha que permitiera el paso de los carros, que se cerraba con un cancillón.

Los pastores éramos felices cuando había algún tipo de cierro y cancillón, pues allí no teníamos que esforzarnos mucho en vigilar a las vacas.

Sin embargo, en otras ocasiones, los prados estaban abiertos y teníamos que arrebatir a las vacas para que no pacieran en la finca lindera, en los comunales acotados o se metieran en algún fruto o cultivo. Cuando así lo hacían, había que prindar, o sea, pagar unas multas, las pesquisas, para subsanar el daño producido. Nuestro reloj para volver a casa era el que marcaba la caída del sol.

A las vacas también les gusta desmochar plantas y arbustos. Para referirnos a esta acción se usaba el verbo arrapuzar. En algunos casos también comían las hojas de los robles y otros árboles, entonces se decía que ramoneaban.

En general, cada uno cuidaba sus vacas, incluso cuando se reunían para pastar en prados comunales. Cuando llegaba el primer día de pasto de esos comunales se decía que se echaba ese pago (se echaba El Coto, por ejemplo). Se repicaban, con un toque rápido y breve, las campanas de la iglesia para indicar que se podía echar a las vacas a pastar, de manera que las de todos los vecinos aprovecharan por igual tiempo el pasto común. Una vez en el prado, cuando se consideraba que las vacas ya habían pacido lo suficiente, también se daba la orden de que el ganado debía abandonar el lugar. Había una persona encargada por velía de tocar las campanas y de ordenar la vuelta del ganado a casa. Esto último se hacía dando a voces la orden: ¡Ganao pa casa!

En algunos lugares de Omaña, se agrupaban formando una vecera, la manía, pero en los pueblos de la Omaña Baja el ganado se cuidaba de forma individual. Como las vacas de cada vecino no estaban acostumbradas a pastar juntas, a veces no amecían bien y había que estar atentos para que no se acorniaran unas a otras, para evitar que se escornasen.

Existía una especie de juego alusivo a esto con el que los mayores engañaban a los niños. Consistía en dejar la mano muerta mientras un adulto la movía a su antojo con esta retahíla: A la mano muerta, los perros en la puerta, los gatos en el tejado y la vaca escornada que se dé la cotada. En ese momento, mientras prestábamos atención de forma despreocupada a lo que se decía, nos daban un golpe con nuestra propia mano en la frente: era la cotada.

No puedo dejar de recordar tampoco el miedo que pasábamos los niños cuando íbamos con las vacas a prados un poco más alejados del pueblo, en lugares por los que no andaba nadie conocido. En algunas ocasiones en que me tocaba estar cerca de la carretera (no asfaltada entonces), sentía un gran miedo cuando oía acercarse a los camiones que transportaban el carbón de las minas de Valdesamario. Aquellos camiones eran como monstruos de los que debía protegerme y esconderme, pues eran para mí amenazantes raptores. Para entretener las largas horas en que teníamos que ejercer el pastoreo, jugábamos a veces a juegos que tenían relación con las propias vacas. Nuestras 'vacas' eran unos simples palos para los que preparábamos cuadras y pajares con piedras, con las que también delimitábamos las 'fincas' de nuestra propiedad. Esos eran los juguetes de los que disponíamos los niños de la época y nuestra imaginación. Y, por supuesto, esa cultura en torno a las vacas de la que participábamos a diario.

Enfermedades

Un capítulo especial es el de las enfermedades que afectaban al animal, que recuerdo con los nombres de entonces. Se podían entelar, una hinchazón producida por comer mucha hierba verde. En este caso, se les daba una hierba medicinal el hipérico, llamada en la zona pericón, que se usaba más frecuentemente con los burros cuando tenían torzón. A veces el entalamiento les producía diarrea y se decía que bilaban o tenían bilatera. Si afectaba a los terneros se hablaba de fuirela o fueira.

También se podían esmadronar, cuando se les salía la matriz al parir. Otra enfermedad frecuente era la mamitis. Se producía por inflamación de la ubre que se ponía dura y dolorida.

Las vacas tenían un animal parásito muy molesto para ellas que era la mosca rocinera. Por eso a veces corrían mientras movían el rabo para espantar esas molestas moscas. Entonces se decía que moscaban. Parece que la mosca rocinera, llegada una época, abandonaba a la vaca para acompañar al burro, que, por el nombre, debía de ser su 'amigo' natural. El refrán decía que por san Antolín (2 de septiembre) entrega la vaca la mosca al rocín, en el momento en que estos animales estaban ya más descansados de las faenas del campo.

Los bárragos o barros eran bultos que contenían insectos y que se formaban debajo de la piel. Si el bulto se producía en el cuello se le llamaba empiña y en otros lugares del cuerpo, dubaniellu o dubanillu.

Cuando tenían dolor en las cachotas (pezuñas) y andaban con dificultad por caminos pedregosos por estar sin herrar, se decía que estaban aspeadas. Para evitar este mal había que llevarlas a herrar cuando eran jóvenes o las herraduras se les habían caído. Había herreros o ferreiros que realizaban de forma habilidosa ese oficio. Para inmovilizar al animal, se colocaba a las vacas en un potro, que era un armazón de madera que permitía sujetarlas por sus cuernos, colocar la pata, con la rodilla doblada, sobre un soporte, y sujetada de manera conveniente, para acceder a su pezuña. Recuerdo muy bien el que tenía en La Garandilla Marcelino, el herrero por antonomasia del Valle de Samario.

En el Valle Gordo se decía que se esmanzanabann si se dislocaban los huesos de la cadera. Cuando parían había que estar atentos para que librasen, es decir, para que expulsaran las (a)limpias o placenta, porque de lo contrario se les podían producir infecciones.

Había también algunas enfermedades que parecía que tenían un componente psicológico, como la traidora, que se producía por el ansia que les entraba por ver comer a su lado a otro animal mientras que ellas no podían hacerlo, o el calabacillo o calabaciello, obsesión del animal por no salir de la oscuridad.

También podían sufrir accidentes. A las vacas a las que se les rompía el rabo se las llamaba rabilas. En algunos casos, se les producían heridas en las pezuñas, porque al arar se les clavaba la punta del arado, entonces se decía que se habían enrejado.

Uno de los accidentes más frecuentes del ganado vacuno era que se rompieran un cuerno. En algunas ocasiones, por las cotadas que se daban en las cabezas unas vacas con otras, se escornaban, algo que resultaba preocupante, pues un cuerno roto impedía que esa vaca pudiera uñirse bien, y eso hacía que algunas vacas escornadas ya no fueran útiles para el trabajo. La rotura de un cuerno exigía recubrirlo con encaños hasta que cicatrizara.

En la década de los 60 se empezó a hablar por Omaña del peligro de la tuberculosis bovina. Dejó de tomarse la leche sin hervir y de manera periódica las vacas se sometían a una inspección veterinaria. Aquellas a las que se les detectaba la enfermedad eran obligatoriamente sacrificadas en los lugares que marcaban las autoridades sanitarias y su carne destruida para evitar la propagación de la enfermedad a través de la cadena alimentaria. De entonces a hoy las inspecciones siguen haciéndose de manera periódica y, cuando se detecta un caso, toda la explotación a la que pertenece el animal se la somete a especial vigilancia.

Desde el año 1998, por normativa europea, a consecuencia de la llamada enfermedad de las vacas locas, se identifica obligatoriamente a los bovinos con dos crotales que se colocan uno en cada oreja, en los primeros días de vida. Contienen un código de barras y un conjunto de letras y números que identifican el país, la comunidad autónoma y el individuo. De esta manera se puede seguir la trazabilidad de la carne desde el productor hasta el consumidor. Afortunadamente, parece que las vacas omañesas, acostumbradas a las inclemencias del tiempo, son duras y siempre han estado cuerdas.

Crías

Las vacas no solo se usaban para trabajar, también se obtenían de ellas las crías y la leche. Por eso, cuando estaban en celo –andaban toras-, había que echarlas al toro para que las cubriera. Si no quedaban preñadas, se decía que estaban forras y yoniegas, si eran estériles. En otros pueblos de Omaña llamaban mañía a la vaca que no criaba.

Si empreñaban, a medida que se acercaba la fecha del parto, comenzaba a crecerles el ubre. Se decía que se allejaban. También les iba aumentando la nación (vagina). Al fin nacía un ternerín, llamado, más bien, jatín, y finalmente jato o magüeta (vaca joven).

La vaca lambía al ternero recién nacido y pronto este se ponía de pie y comenzaba a mamar. El ternero, llamado tenral mientras mamaba, aprendía pronto a somullicar, o sea, a dar golpes con su cabeza sobre la ubre para que la leche fluyera con más facilidad. Si el ternero mamaba toda la leche de la madre, alichaba.

La primera leche que daban las vacas cuando parían era una leche de color amarillento, los culuestros (calostros), leche que también se usaba para consumo humano. Las vacas producían un ternero al año que se llevaba a vender a la feria de ganado de El Castillo, allá por los años 30 o 40 del siglo pasado, que se celebraban entre octubre y Navidad.

En la Omaña Baja la feria más visitada era la de Riello, que tenía lugar los primeros miércoles de cada mes, en Santa Marina y el tercer miércoles de noviembre. Ya en los años 60-70 se empezó a llevar el ganado al mercado de León.

El trato entre ganaderos y tratantes es parte también de todo lo que concierne a la cultura relacionada con el ganado vacuno de la comarca. Solía ser un oficio que se transmitía de padres a hijos. La figura del tratante tenía un aspecto especial por cómo iba vestido: blusón negro, sombrero y una cayada o una vara de avellano. También destacaba en ellos la labia que tenían y su capacidad para no mostrar demasiado interés por el ganado en un primer contacto. Después de un regateo, más o menos largo, se cerraba el trato con un apretón de manos, que se respetaba con total lealtad. A continuación, se marcaba la res con el signo que identificaba a cada tratante.

En algunas ocasiones aparecía la figura del que terciaba para que las diferencias se partieran por la mitad. Era el famoso ni pa ti ni pa mí que hacía que apretaran sus manos comprador y vendedor. Incluso participaban de la celebración posterior llamada conrobla todos los que habían intervenido en el trato.

Según datos que nos aporta José María Hidalgo Guerrero, en su libro 'Villamor de Riello', tratantes famosos de la feria de Riello fueron: Benitón y Quicón Hidalgo, Cándido Alonso, Manuel Suárez, Santiago Fernández, Agapito Fernández...

Este último, un tratante muy respetado, estuvo especialmente vinculado a Omaña por haber contraído matrimonio en primeras nupcias, en 1929, con Almudena Ordás Acebo, nacida en Pandorado, con raíces familiares en La Garandilla. Y también por vivir algún tiempo allí con su segunda esposa Consuelo Rodríguez Suárez y sus hijos. Fue un tratante muy respetado en toda la provincia y de proyección nacional, ya que también vendía carne en el mercado madrileño y en otras provincias.

En algunas ocasiones no se vendían todos los terneros que parían las vacas, sino que se recriaba alguna jatina para renovar el ganado mayor, o de forma menos frecuente, un jato para que sirviera de padre para cubrir a las vacas.

Ordeño

Una de las tareas que había que realizar a diario, una o dos veces al día, era el ordeñar o muñir a las vacas. Se empezaba limpiando el ubre (en general, en forma masculina) del animal antes de comenzar el ordeño.

Para realizar esta actividad, que era propia de las mujeres, la ordeñadora se sentaba en un tayuelo, tajuelo, tachuelo -banco rústico de tres patas- al lado de la ubre del animal, apoyando su cabeza en la parte de la falda, los ijares, con lo que se producía una cierta inmovilización de la vaca.

Se le agarraba el teto con una mano y se iba estirando, al tiempo que se hacía presión sobre la misma. Pronto bajaba la leche y empezaba a caer de forma continua a medida que se ejercía ese movimiento. En la otra mano se cogía una especie de tanque llamado zapica o cañada, que se había hecho con una lata de verdura a la que un hojalatero había añadido un asa. Cuando se llenaba la zapica se iba vertiendo su contenido en un caldero de cinc.

A veces aparecíamos por allí los niños y se nos alargaba el recipiente para que bebiéramos un trago de aquella rica y espumosa leche. Aún recuerdo que estaba templada, y nos resultaba muy sabrosa. Pronto tuvimos que prescindir de ese placer porque, por miedo a la tuberculosis, nos vimos obligados a tomarla hervida.

La leche de la primavera era más líquida y de menos alimento y tenía un sabor diferente a la del resto del año. Se decía que sabía a verde. La del invierno era más consistente y producía mayor cantidad de nata.

Antes de que la leche fuera recogida en las zafras que iban a parar a camiones cuba, que la transportaban a las empresas lácteas, la leche se depositaba en la natera. Era una vasija de barro que se colocaba en las ventanas, al sereno, pues era el frigorífico que existía, y al día siguiente por el beliello(u) o belillo (también benillo), pequeño agujero en la parte baja de la natera, se dejaba salir la leche de debura y se quedaba dentro la nata, que era más espesa. Ese agujero se tapaba con un pequeño palín, también llamado belillo, que se solía hacer con las varas secas de los gamones o de las urces. Se encajaba en el agujero y servía de cierre.

La debura, que era leche aceda (ácida) se aprovechaba para comerla como leche migada o en forma de papas, en una cazuela de barro. Había una cazuela dedicaba a la leche migada que era más ancha y panda que el cazuelo que se usaba para las sopas de ajo. A veces esta leche sobrante se echaba a los gatos o cerdos.

La nata se recogía así durante varios días en otro cacharro y cuando se tenía una buena cantidad acumulada se iniciaba el proceso para obtener la mazada, que era la manteca o mantequilla.

Con una mazadera, llamada odre, originalmente de piel de cabra y luego realizado en hojalata, que se movía con energía hacía un lado u otro con los dos brazos, se conseguía separar la nata de la leche que esta contenía. Se sacaba la leche por un agujero lateral que se tapaba con un corcho y la mantequilla, que quedaba dentro, se sacaba por el agujero superior, de mucho mayor diámetro. Luego llegó otra mazadera más cómoda que tenía manivela.

Aquellos rollos de mantequilla de un kilo o más eran adornados haciendo en ellos señales semicirculares con una cuchara. La manteca era importante en la vida familiar.

Odre metálico para mazar Aún recuerdo aquellos trozos de pan (rebojas) untados por encima con mantequilla, en dos variantes: mantequilla y miel o mantequilla y azúcar. Cualquiera de ellas era deliciosa, pero no siempre era posible disfrutar de esa merienda tan golosa. A veces se vendía y se cambiada su valor, en una economía de trueque, por otros bienes, como aceite, que eran necesarios en aquella economía rural de subsistencia. En algunas casas también se elaboraba queso.

Bien fuera por necesidad o por una travesura de los rapaces o de los mozos, las nateras desaparecían algunas veces de las ventanas. Robar nateras también formaba parte de esta cultura relacionada con el mundo de las vacas.

En la montaña leonesa, casi siempre había leche casera para el consumo diario. A veces, además de la leche de vaca también se podía disponer de la cabra o la de oveja.

Productos de la vaca

Además de la leche, manteca y queso, hay otros productos que se obtienen de la vaca y que se usaban para la alimentación. En la época de la que hablamos la carne de vaca o ternera fresca no solía consumirse por la dificultad de conservación. En la época de la matanza de los cerdos (mes de noviembre), también se mataba una vaca para completar la alimentación de los campesinos.

Una vez muerta, se le quitaba la piel, se abría el animal y se retiraba la caída o bandullo, que era el contenido de su vientre, y se colgaba la canal un día el sereno para luego estazarla y preparar la carne. Los dos productos de chacina que elaboraban en muchas casas eran el chorizo, que era menos grasiento que el de cerdo y se solía comer cocido, y sobre todo, la cecina, que era generalmente el cadril o paletilla del animal. Ambos se curaban al humo, en la cocina de curar, colgados de clavos o varales, lo mismo que se hacía con los productos del cerdo.

La cecina leonesa siempre ha sido un producto muy exquisito y valorado, y esta, elaborada en casa, tenía un sabor muy especial.

La piel era también valorada para venderla. Una parte de esa piel, la tuérdiga, se usaba para obtener las cornales para uñir, el sobeo, el sobiyuelo… A la piel que cuelga del cuello se la llamaba la badana y a la que une la barriga y la cadera, falmega. A veces también se daban otros usos a los pelos de la cola, las cerdas, generalmente llamadas serdas. La verga seca del toro, el verdajo, también se aprovechaba para usarla como látigo. Un pielero de Armellada subía de vez en cuando por el Valle de Samario y compraba las pieles, ya secas, de vaca, oveja, cabra… que se guardaban en cada casa.

Además de la matanza tradicional del cerdo, era habitual en muchas casas omañesas añadir la de vaca y la de cabra. Recuerdo que en mi casa solían matar una vaca compartida con otro vecino. Por tanto, la matanza solía incluir dos o tres cerdos, media vaca y dos o tres cabras.

Limpieza

En otra época, las vacas se recogían por la noche en la cuadra y eso obligaba a que hubiera que limpiar todos los días el establo. Forca Las boñigas, llamadas por allí moñicas o muñicas, mezcladas con la paja que se les ponía como mullido, formaban el estiércol o abono que era preciso sacar de la cuadra, a forcadas, al menos una vez al día, para que no se formaran cascarrias o zataras en el pelo del animal. Zatarroso se llamaba al animal que tenía muchas cascarrias.

En primavera era más difícil de limpiar la cuadra, porque la moñica, baldueira, era muy blanda, debido a la alimentación de las vacas, que estaba formada por hierba verde.

El montón de abono solía estar en el corral, lugar por el también se entraba a las viviendas tradicionales. En algunas casas la cuadra de las vacas o la corte de las ovejas estaba situada debajo de la vivienda, solo separada por un tablado de madera, con lo que los olores del establo convivían estrechamente con la gente. Pero también es verdad que el hecho de tener debajo la cuadra permitía aprovechar, a modo de calefacción natural, el calor de los animales. Recuerdo que en casa de mi abuelo había una trampilla en el suelo de la cocina que se levantaba cuando se barría y por allí se arrojaban las barreduras a la cuadra sin necesidad de recogedor.

Cuando el montón de abono era grande se sacaba a las fincas en el carro, preparado en esta ocasión con los cebatos o cañizos, que eran tableros que cerraban los laterales y la parte delantera y trasera. El abono se descargaba en pequeños montones, colocados en hila y separados unos cinco metros unos de otros. Posteriormente, se arramaba sobre las fincas, esparciéndolo con forca y garabato. Era el abono que se utilizaba para fertilizar las tierras, especialmente las huertas y las linares, antes de que llegaran los abonos químicos.

Comportamiento

El vocabulario referido al comportamiento de las vacas también es rico. Cuando comen con mucha ansia se dice que afalampan. Cuando no son dóciles, para sujetarlas, se las abrusca, bien introduciendo los dedos por los agujeros de la nariz del animal y sujetándola, o bien, colcándoles una anilla en el brusco (morro), el arigón, narigón o vinco, del que se tiraba con una reata.

Las vacas en general son animales tranquilos, que no suelen embestir y encornar o acorniar a la gente o a otros animales. A algunas, sin embargo, que sí lo hacen con otras vacas, se las llama turrionas. Los jatos son más dados a embestirse entre sí. Para evitar este comportamiento, en algunas ocasiones, se les colocaba por delante de los ojos una tabla atada a los cuernos para que no pudieran ver a sus posibles “rivales”.

A veces les gusta correr, reburdiar, mientras usan sus cuernos para acometer o levantar tierra del suelo. Otras veces rebincan (rebrincan) dando saltos de forma reiterada o enriscan, cuando levantan el rabo y moscan para huir de la mosca rocinera. Cuando actúan así, no siempre es fácil atoledarlas o (a)rebatirlas. Sin llegar a moscar, con frecuencia se ven obligadas a cabeciar para espantar las moscas que rodean su cabeza.

Las vacas emiten variados sonidos que nos indican distintas sensaciones del animal. Para quienes se han criado cerca de ellas la palabra mugir tiene un significado tan inconcreto que aporta poca información. La vaca parida hiñe cuando produce un mugido cariñoso hacia el ternero. Cuando se le quita el ternero, la vaca da berridos que manifiestan la queja por su cría perdida. Cuando se queja por falta de pasto o intuye que el dueño anda cerca, brama.

Si se quería limitar la capacidad de movimiento de una vaca que era especialmente inquieta o lambriona se la mancorniaba, trabando un cuerno con una pata. En otras ocasiones se les colocaba un cencerro para poder localizarlas con más facilidad. Si el cencerro era grande, se llamaba esquilón o zumbo. A veces se usaban esquilas más pequeñas.

Cuando hay una vaca más dócil que el resto debe garbiar, o sea, conducir a las demás para conseguir arrequedarlas.

Lo que va de ayer a hoy

Todo lo que giraba en torno al mundo de las vacas tenía una importancia capital para los omañeses y generaba una gran riqueza de vocabulario. Era el ganado doméstico mayor, frente al ganado menudo que formaban cabras, ovejas… hoy, en muchos pueblos ya no existe el ganado, pero, aun existiendo, parte de ese vocabulario ha desaparecido.

En la actualidad, el ganado vacuno, en general, no es de leche, por lo que no se ordeña, y permanece todo el año fuera de los establos. La pareja de vacas no se uñe, porque ya no se usa para trabajar en el campo. Los tractores la han sustituido en la agricultura. La recogida de la hierba está mecanizada y llega en pacas o alpacas al pajar, que luego son devueltas a los prados para alimentarlas en el invierno, cuando nieva o tienen poco pasto.

Cuando las vacas andan toras ya no se las lleva al toro o semental que debía cubrirlas, sino que el veterinario les realiza una inseminación artificial…

Zapicas, tayuelos, garabitos, garabatos, mullidas, cornales, cascarrias… y tantas otras palabras han dejado de utilizarse. Sigue habiendo moñicas pero, en la mayoría de los pueblos, ya no las vemos por las calles. Las forcas tienen otros usos... los yugos, las pernillas, los gadaños... los tenemos colgados de adorno en los corrales de las que fueron casas de labranza... los carros están arrinconados o se les han quitado las ruedas para fines decorativos... en las casas todavía conservamos alguna natera o cachapo reconvertidos en floreros...

Las vacas hiñan, reburdian… pero ya solo se entera el pastor, porque los animales no están estabulados. La raza de las vacas actuales permite que puedan vivir todo el año en el campo y, además, las autoridades sanitarias ha dictado leyes que obligan a separar los establos de las viviendas colindantes.

El 'pastor' actual no es esa persona que iba con las vacas, sino un artilugio eléctrico, formado por una batería y unos cables que rodean el prado, atados a unas estacas, y que dan calambres a las vacas si se aproximan a ellos. Se acabó el ir con las vacas. Las vacas se han vuelto presumidas y adornan sus orejas con unas modernas arracadas... todo ello es un signo de modernidad.

Lo peor es que en esa transformación las vacas, en muchos casos, han perdido el nombre propio.

Aquello que tanto las acercaba a sus dueños…

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