Pepe y yo, una primavera de convivencia intensa

gato de luis

Luis Álvarez

Hombre, sesenta días no son obligatorios me puede argumentar cualquiera. Cierto, no son obligados, son más por devoción y convicción, que por imposición.

Devoción, porque ya le he cogido el gusto a la comodidad de estar en casa y disfrutar como señor de magro y escaso señorío, de la amabilidad y condescendencia de mis “servidores” familiares.

Convicción, porque como bicho algo raro que soy, para salir a la calle necesito dos mascarillas y con la escasez que hay, sería como dilapidar el patrimonio de todos.

Además hay otro aspecto de las mascarillas, que me hace sentir animadversión hacia ese utensilio sanitario, y es la sensación de mordaza en la voz. Algo que francamente llevo muy mal. Ahora todos hablan con sordina, menos los que salen en la tele, y todos parecen salteadores de caminos prestos a gritar, “alto esto es un atraco”, con el rostro camuflado tras el artilugio.

Por menos le montaron un motín a Esquilache, que le costó el puesto de ministro. “Sí, pero eso era ya hace casi tres siglos; ahora los ministros los nombran y los ungen a perpetuidad” – no sé si he escuchado esta frase o me la he imaginado, da igual, hago ejercicio de fiel notario de la realidad y dejo constancia del comentario.

Esos son los motivos que han influido en mi decisión de esperar hasta que se pueda salir a la calle a cara descubierta. Claro está, si mi cuerpo y mi mente aguantan, que eso está por ver.

De momento no hay excesivos problemas a parte de dos o tres rarezas en los hábitos físicos y mentales de lo cotidiano.

Tecnología punta, “pa na”

Ahora estoy escribiendo en el teléfono móvil y a mi lado sentado en el sofá está Pepe, que me mira con cara de no comprender. Le explico, que estos apenas 180 gramos del aparato que tengo en mi mano son una maravilla de la tecnología y la ciencia. Y una muestra del progreso y la capacidad del hombre para dominar el mundo.

En ellos dispongo de lo que hasta hace unos años no hubiese sido capaz a almacenar y conseguir acumular en cuatro vidas que hubiese logrado subsistir.

La mayor biblioteca del mundo con millones de ejemplares y de documentos de todo tipo. Una inmensa fonoteca. Infinidad de museos de diversas materias. La posibilidad de dar la vuelta al mundo y ver sus maravillas, no ya en 80 días, si no tan solo en horas o minutos, según el detalle que pretendamos del viaje.

Radios, televisiones, previsiones meteorológicas, barómetro, altímetro, podómetro, calculadora, reloj... la mayoría de los aparatos tecnológicos que podamos imaginar, están almacenados en este aparatito. Que además nos permite grabar imagen y sonido o comunicarnos con casi cualquier lugar de la tierra y ver a nuestros interlocutores.

Ni se asombra ni se sorprende, simplemente me mira y dice, “y todo eso para qué si llega un bichito, no podais sujetarlo ni controlarlo y os altere la vida como no teníais conocimiento ni previsión”. Lo miro, callo, y sigo escribiendo como si no hubiese escuchado su juiciosa sentencia. Con mi orgullosa autoestima humana alejándose arrastro por entre mis pies.

Pepe y yo

Esta reclusión ha hecho que Pepe y yo, compartamos juntos muchas más horas y que hayamos llegado a un estado de comprensión mutua casi perfecto.

Como yo tengo algunos problemas de dicción, hemos decidido no utilizar la voz como elemento de comunicación y hacerlo a través de gestos y telepatía.

Así nos comunicamos desde primera hora de la mañana, cuando tras despertar del reparador descanso nocturno, nos asomamos al balcón para ventear el aire del amanecer tratando de averiguar si viene cargado de humedad o reseco, si sopla del rumbo dominante, el del oeste, o lo hace de cualquiera de los otros secundarios.

Mientras escuchamos el bullir mañanero de los pájaros, entremezclado con algún “kikirikííí” de los gallos de algún vecino, que nos animan el desperezamiento.

El otro día vimos pasar a primera hora un avión a reacción dejando su estela sobre el cielo, tan frecuentes hace unos meses y tan escasas ahora. Aproveché para contarle la anécdota, o quizá chiste, que escuche tantas veces de niño y que me divertía.

A un hombre sencillo de pueblo, le explican en los años 70 del siglo pasado que ese humo que se veía en el cielo era producido por un avión a reacción.

Una máquina grande como dos vagones del ferrocarril, con asientos, en el que la gente viaja de un lugar a otro por el aire y le preguntan. - Qué te parece? - A lo que él hombre responde, - los que van delante bien, pero los que van atrás atizando el chume, tienen que ir jodidos -.

A mi siempre me hacía gracia, pero Pepe parece que no la entiende y sigue más atento al trino de los pájaros y a ventear el aire, que a mis batallas de abuelo cebolleta.

Haciendo bueno el dicho, “no hay mejor desprecio, que no hacer aprecio”. Va siendo hora ya de desayunar, le comunico, más que nada por cambiar el tema de la conversación.

Entre los pájaros de las mañanas, a finales de abril, en concreto el día 27, un grupo de golondrinas revolotearon bajo el balcón. No para traernos un mensaje de amor y si el aviso de confirmación de la primavera.

No hemos podido escuchar aún el sonido del cuco, el otro gran pregonero aéreo del cambio a la estación de la renovación de la vida, que nos invita al deleite de la poesía en los versos de A Valbuena:

“¡Salud ninfa hechicera, / coronada de luz y de colores! / ¡Gallarda primavera!, / que en faz de pasajera. / Vas derramando en la campiña flores.”

Superado el arrebato bucólico. Me puse en contacto con amigos y familiares, que por sus actividades o lugares de residencia gozan de un entorno más campestre, para demandarles ayuda y poder disfrutar de las visiones propias de la primavera.

Su amabilidad y ayuda en forma de fotografías y vídeos han suplido la carencia y me permiten recrear la imaginación. El día que a las imágenes se les pueda añadir el olor, será un hito para recordar.

A medida que avanza el día, Pepe y yo vamos intensificando el contacto físico o debilitandolo, según aficiones y actividades.

A finales del mes pasado confirmado que el confinamiento iba a ser para largo. Pensé que sería conveniente caminar, aunque fuese en casa, para no perder el hábito. Decidí un recorrido de algo más de 100 pasos y me puse a ello para contabilizar lo que hacía habitualmente antes del encierro, mínimo de cuatro kilómetros.

Los dos primeros días, Pepe asumió con ilusión la novedad y en los primeros recorridos me seguía, incluso por el pasillo me adelantaba. Pero a partir del sexto o séptimo recorrido, desistió y se sentó a observarme, - esto no es para mí, no tiene ningún sentido ir y venir sin ningún fin ni destino, más que dar vueltas a muebles, yo lo dejo -, me comunicó. Y a partir del tercer día, cuando yo camino él se sienta a tomar el sol en la terraza.

Tampoco compartimos el lugar de la siesta, cada uno tenemos distintas querencias. La mía es la cama y la de Pepe un sillón de la sala, acompañando a mi esposa.

Cuando regresa el sosiego del tiempo de lectura o escritura, volvemos al halago del contacto físico, en el sofá, en una silla en la terraza o tumbados sobre la cama.

La sola presencia de uno y otro nos es suficiente y disfrutamos de ese tiempo de estímulos agradables, sin alardes, con mimo y tranquilidad.

Visto el transcurrir de estos sesenta días, sin alteraciones excesivas en los hábitos, excepto el de caminar sin sentido alrededor de mesas o hablar con el gato. Creo que aguantaremos otros treinta días sin problemas graves, ni físicos ni mentales.

Hablar con el gato no es síntoma de enfermedad mental, que todo el mundo habla con los animales, aunque luego se avergüence de reconocerlo en público.

Quién no ha hablado con su perro, su caballo, sus vacas o sus gallinas. Y hasta con sus plantas.

¡Ah! Se me olvidaba, Pepe es el gato de la familia.

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